Hablamos por teléfono el domingo al mediodía. Mi amiga T. dijo que esperaba una visita “muy especial”. Sus sobrinas, dos adolescentes de 17 y 13 años, estaban viajando desde Florida para pasar unos días con ella. El huracán Irma había dejado a más de cinco millones de personas sin luz, Florida fue declarada zona de desastre y las escuelas seguían cerradas. De manera que las muchachas estaban encantadas de poder viajar a Boston.
T. me comentó que cuando regresaran del aeropuerto y las chicas estuvieran instaladas, irían a una barbacoa en casa de su hermano mayor. Ya era de noche en Barcelona, casi las nueve. Yo estaba a punto de cenar cuando sonó el teléfono fijo. Era otra llamada de T. Lloraba tan desesperadamente que me costó entender lo que decía. Su papá acababa de sufrir un accidente en República Dominicana. Su estado era delicado y ella tenía que volver al aeropuerto. Esta vez para abordar un avión con rumbo a Santo Domingo.
“La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”. Así empieza El año del pensamiento mágico (Random House, 2015), un libro en el que la escritora estadounidense Joan Didion narra los efectos devastadores de una gran pérdida. Su esposo, el novelista John Gregory Dunne, le decía que la capacidad de apuntar algo en el momento que se le ocurría marcaba la diferencia entre ser capaz y no ser capaz de escribir. Dos o tres días después de que Dunne muriera, Didion abrió un documento en Microsoft Word y escribió: “La vida cambia deprisa”...
Didion dice que la normalidad de todo lo que precedió al fallecimiento de su esposo le impedía creer que de verdad estaba ocurriendo: que la muerte había entrado en su casa, sigilosa, de noche, el 30 de diciembre de 2003, mientras ella preparaba la cena. Un ataque al corazón.
Tras colgar el teléfono, pensé en T. organizando las cartas, catálogos y revistas que se acumulan en la mesa de su cuarto de invitados, ahuecando los cojines de la cama, eligiendo dos toallas de ducha, conduciendo su carro hasta el aeropuerto de Boston con una banda sonora a tono con su júbilo. Pensé en T. volviendo a su casa, con su sobrina mayor sentada en el asiento del copiloto y la menor en el asiento de atrás, expectantes por esas vacaciones que parecían caídas del cielo.
“Siempre nos fijamos en lo anodinas que eran las circunstancias en las que ha tenido lugar lo impensable —escribió Didion en su libro—, en el cielo azul claro del que ha caído el avión, en el recado rutinario que ha terminado con el coche en llamas en el arcén, en los columpios donde los niños estaban jugando como de costumbre cuando la serpiente de cascabel atacó desde la hiedra”.
El papá de T. no despertó. Yo no sabía qué decirle. ¿Desde qué lugar iba a ofrecerle consuelo si todavía no conozco esa clase de dolor? Una noche, de madrugada, poco tiempo después del funeral, T. me envió un mensaje con unos versos de César Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma. ¡Yo no sé! / Son pocos; pero son. Abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”.
Puede suceder en cualquier momento, mientras mezclamos la ensalada o mientras le damos el primer mordisco a un trozo de pizza. La consciencia de la naturaleza efímera de la vida, la certeza de que pasa, de que no volverá, ¿hay algo más a lo que podamos aferrarnos, tiritando de miedo y sintiendo, también, un hambre desmedida por vivir?
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