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Un malestar menor me trajo a la sala de urgencias del hospital. Los resultados de las primeras pruebas determinaron que a mi cuerpo le hace falta azúcar. La enfermera que me atiende, una mujer con facciones de princesa inca, me ofreció un jugo de melocotón y dijo que debía estar atenta al aviso para la extracción de una muestra de sangre. Ni siquiera me había terminado el jugo cuando mi número apareció otra vez en la pantalla. La princesa inca me acompañó a una sala amueblada con sillones. Dijo que los resultados estarán listos más o menos en ¿dos horas? Sin duda eso fue lo que dijo. Está asintiendo con la cabeza, viendo cómo me dejo caer en uno de los asientos mientras le pido a santa paciencia que por favor se apiade de mí.
¿Nunca han querido chascar los dedos y transportarse a otro mundo, eludir el paso de las horas, ser como la Alicia de Lewis Carroll descendiendo por la madriguera? Tengan en cuenta una cosa: si chascar los dedos no resulta, siempre pueden cerrar los ojos.
Un velo de nube envuelve la vegetación soñolienta de un bosque. Hay árboles gigantes, caballeros subidos en zancos, vestidos con smoking y sombreros de bombín. Hay una mujer pedaleando una bicicleta que tiene alas de aeroplano y un jinete montado en un caballo que mira hacia adelante mientras él permanece sentado en dirección contraria, contemplando el camino que va dejando a su paso como si fuera un fragmento de eternidad.
Mis fotografías favoritas de Rodney Smith son anteriores a su experimentación con el color. Solo el arte que me conmueve arraiga en mi memoria. Por eso he olvidado sus retratos de altos ejecutivos de Wall Street y su etapa de cazador de vistas. Fueron sus escenas más disparatadas las que me cautivaron desde el primer momento. Todavía recuerdo la rara belleza de Gemelos en un árbol, Zoe en el agua con patos y Kelsey en equilibrio sobre la cuerda floja. Las fotografías de Smith combinan elegancia, un exquisito sentido del humor y una noción distorsionada de la realidad. Estaba segura de que no había visto nada parecido y aun así me provocaban una extraña sensación de cercanía.
La belleza no consigue enmascarar un rasgo de su obra que quizá sea el menos evidente. En el trabajo de Smith hay un profundo sentimiento de soledad y tristeza. Hacer fotografías era su manera de silenciar una voz que pugnaba por aplastarlo: “Siempre estoy luchando contra una presencia grande y muy oscura que se avecina y dice no”.
Era la voz de su papá imponiéndose a la suya. Quería reunir el coraje para preguntarle por qué no lo consideraba digno de su reconocimiento y de su amor. Quiso hablarle de sus sentimientos reprimidos durante unas vacaciones de la universidad, en la primavera de 1968. Fue inútil. El rugido de su papá seguía siendo más fuerte que su grito. Ese mismo año, Smith visitó la colección permanente de fotografía del Museo de Arte Moderno de Nueva York. La dilatada aventura que empezó ese día lo llevaría a comprender que su propósito no era capturar imágenes fieles a la realidad. El ingenio y la belleza de sus fotografías serían su firme respuesta a la desesperación: la creación de su propio mundo.
Ahora recuerdo a una mujer de pie sobre el ala de un avión anfibio en una playa de la República Dominicana. Algunos críticos afirmaron que Smith había utilizado la magia del retoque para construir esa escena. “Permítanme asegurarle a cualquiera que dude de su validez que ella estaba parada en la punta de esa ala, y la sola idea de agregarla a la imagen real estaría en contra de la mentira acordada que es una fotografía”. El término “mentira acordada” me remite a esa invitación que aceptamos o declinamos ante una obra de arte, esa mano tendida, juguetona, que nos convida a cruzar la línea de lo conocido y que pide, como un dios pagano, una viruta de nuestra fe.
Cuando era niña solía pensar que los artistas podían ver a través de las capas más profundas de la Tierra. Creía que existían varios submundos y que los artistas tenían acceso a aquellos lugares insólitos gracias a su mirada peculiar. Por alguna razón, imaginaba que dormían al revés, con las piernas colgando de un árbol, como los murciélagos, y que sus papás los regañaban constantemente por ser mal portados y raritos. Me pareció irónico que en una fotografía tomada por Smith en 2013 aparezca un hombre exactamente en esa posición, lleva puestos unos zapatos Oxford y está leyendo un libro que sostiene con las dos manos. Justo lo que necesito para transitar estas horas. La ofrenda prodigiosa de un imposible mundo. Una tarde lejana. Un árbol, un libro.
