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En una granja de un pueblo de Barbados, una abuela aconsejaba a su nieta neoyorquina: “Escúchame bien, Shirley Anita. En esta vida hay tres cosas de las que no debes prescindir jamás: la fuerza, la dignidad y el amor”. Shirley Anita nació en Brooklyn. Su mamá emigró de Barbados a Nueva York siendo muy joven. Su papá, que nació en la Guayana británica, trabajaba en una fábrica de bolsas de lino. Como la madre tenía dificultades para combinar su trabajo de empleada doméstica con el cuidado de sus tres hijas, las enviaron al Caribe durante una temporada.
Desde muy joven, Shirley Anita tuvo grandes aspiraciones. En la universidad empezó a mostrar preocupación por los problemas de su barrio, Bedford-Stuyvesant, en Brooklyn. Obtuvo una licenciatura en Humanidades y estudió Educación Primaria. Pero pronto descubriría que el estereotipo emocional, sexual y psicológico de las mujeres comienza cuando alguien anuncia: “Es una niña”. Para actuar en el escenario administrativo estadounidense, ser mujer, y negra, no era ninguna ventaja. ¿Que no había un lugar para ella en la mesa de la clase dirigente? Se las arreglaría con una silla plegable y su mayor activo político: su lengua.
Hasta 1968, ninguna mujer negra había sido elegida para el Congreso de los Estados Unidos. Shirley Chisholm —a partir de 1949 firmaba con el apellido de su primer esposo— tenía los ojos pequeños, con los párpados ligeramente caídos, los labios carnosos y un llamativo lunar en la barbilla. En sus apariciones públicas llevaba estilosos conjuntos de chaqueta y falda, zapatos de tacón, gafas estilo “ojos de gato” y un peinado siempre impecable. En 1972, entre vítores y aplausos, parada delante de un atril arropado por una maraña de cables y micrófonos, la congresista Chisholm dio un paso más y presentó su candidatura a la Presidencia de los Estados Unidos por el Partido Demócrata: “Me presento ante ustedes hoy para repudiar la ridícula idea de que el pueblo estadounidense no va a votar por una candidata calificada, simplemente porque no es blanca o porque no es un hombre”.
El día que se pronunció en contra de la guerra de Vietnam, ardió Troya en el Congreso. Sus compañeros dijeron que había perdido el juicio. Shirley Chisholm tenía la capacidad de sacar de quicio a los necios: “A menos que comencemos a luchar y a derrotar a los enemigos en nuestro propio país, la pobreza y el racismo, a hacer que nuestro discurso de la igualdad y la oportunidad sea verdadero, cada vez que hablemos de hacer que la gente sea libre, nos mostraremos a los ojos del mundo como hipócritas”.
Algunos congresistas la veían como alguien que se entretenía jugando a la política en sus ratos libres. Trataban de humillarla haciéndole preguntas absurdas: “¿Y qué piensa su marido de todo esto?”. Era una clara manifestación del miedo a que la voz de una mujer con ideas propias, y menospreciada por su etnia, fuera escuchada. Eran conscientes de que la voz es una herramienta que puede cambiar la configuración de la realidad que se le impone a los ninguneados. Castigar con burlas y descalificaciones a quienes ejercen su legítimo derecho a usar esta herramienta es un modo de tortura que durante años se ha aplicado a las “minorías”.
No debemos pensar que calificar a las mujeres como Shirley Chisholm de locas, embusteras, incapaces o engreídas es un asunto del pasado. Hace apenas un año, en las escaleras del Capitolio de los Estados Unidos, el congresista Ted Yoho señaló la cara de la congresista de origen boricua Alexandria Ocasio-Cortez y le dijo que era “desagradable, loca y peligrosa”. Delante de algunos periodistas, se dirigió a Alexandria Ocasio-Cortez con un insulto aún más grave: “Fucking bitch”. No le dio la menor importancia a la presencia de testigos. Yoho debió pensar que nadie iba a escandalizarse por un comportamiento como el suyo. Después de todo, es algo que ha ocurrido siempre, dentro y fuera de la escena política. En su respuesta al congresista, Alexandria Ocasio-Cortez dijo que estamos ante un problema cultural y mencionó la importancia de la educación. Dijo que ella no había sido educada para aceptar los insultos de un hombre. Shirley Chisholm también se refirió al papel esencial de la educación. Decía que las palabras de su abuela caribeña sostuvieron su determinación en los momentos más difíciles de su carrera política.
Shirley Chisholm siguió nadando contracorriente con la intrepidez de un salmón. Su voz no solo estaba al servicio de sus ambiciones. Serviría de puente para que otras voces tuvieran la oportunidad de elevarse por encima de la cacofonía burlesca. Cuando empezó a seleccionar el personal que iba a trabajar bajo su mando, decidió que todas serían mujeres. Más de la mitad de ellas, afroamericanas. Antes de que George McGovern ganara la nominación demócrata a la Presidencia, Shirley Chisholm sabía que tenía poquísimas posibilidades. Tuvo que quejarse ante la Comisión Federal de Comunicaciones porque no la dejaban participar en un debate televisivo junto a sus rivales, McGovern y Hubert Humphrey. Fue víctima de varios intentos de asesinato. Algunos hombres negros se negaron a votar por ella porque no era la “candidata de todos los negros”, sino la “candidata de las mujeres”. No contaba con suficiente dinero para financiar su campaña. Tampoco contaba con el apoyo de personalidades famosas o políticos de renombre. No se me ocurre pensar que Shirley Chisholm estaba encantada de librar semejante batalla. Un efecto de la indignación es el bendito cansancio que se apodera de nuestra mente y de nuestro cuerpo, ese que hace que el silencio se rompa en pedacitos y gritemos: ¡basta! Shirley Chisholm se cansó de esperar: “Alguien tenía que ser la primera”.
