Todo empezó en un cuarto sin ventanas de un colegio de Londres que solo admitía niños. Peter Lee era un hombre calvo y robusto que daba clases de boxeo en ese colegio. Cuando James Rhodes tenía seis años, el profesor Lee empezó a abusar de él en esa habitación. Lo hizo varias veces. Muchas. Hasta que Rhodes cumplió los diez.
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Si nos adelantamos en el tiempo y viajamos a una soleada tarde de 2016, vemos que el público del Teatro Auditorio de San Lorenzo de El Escorial está aplaudiendo a Rhodes. Su mirada se dirige al patio de butacas con un pestañeo nervioso. Ahora ofrece sus disculpas: “Lo siento, no hablo español”. Lleva el pelo despeinado y una barba incipiente. Viste una camiseta negra estampada con la cara de un tigre blanco, gafas de pasta gruesa, jeans oscuros y tenis. Rhodes continúa hablando en inglés. Dice que lamenta mucho lo del Brexit y anuncia que no hay un programa impreso para su recital. No quiere que se enciendan las luces y que la gente se ponga a leer mientras él está tocando el piano. Hará una introducción de cada pieza y dirá que la música trata de contar una historia y escuchar una historia.
Tuvieron que pasar casi 30 años para que el pianista británico se atreviera a hablar de su traumática experiencia. Rhodes escribió esto en Instrumental, su autobiografía: “La mayor y más verdadera parte de mí pasó a ser asquerosa, objetivamente distinta”.
A los 18 años se propuso tantear nuevas formas de martirio o, como dice en sus memorias, empezó a utilizarse como si fuera su propio muñeco de vudú. Quiso enterrar los peores recuerdos de su infancia viviendo un año de locura en Edimburgo. Consumió heroína, cocaína, marihuana, ácido. Tenía alucinaciones, conducía en vía contraria, robaba en tiendas. Hasta que regresó a Londres para ingresar por primera vez en un hospital psiquiátrico.
Mientras luchaba con sus demonios, Rhodes terminó sus estudios en la universidad, consiguió un trabajo en la City londinense, se casó y tuvo un hijo. Con el nacimiento de su hijo empezó a experimentar sentimientos nuevos y antagónicos: un amor sin precedentes en su vida y una carga de terror que no lo dejaba respirar. Se convenció de que a su hijo también le pasarían cosas terribles.
Un buen día, contactó a Franco Panozzo –el representante del célebre pianista ruso Grigory Sokolov– y le propuso trabajar con él. Panozzo no solo aceptó la oferta de Rhodes. Después de escucharlo tocar una pieza de Chopin quedó tan impresionado que le organizó unas clases con una eminencia del piano, el profesor Edoardo Strabbioli.
Rhodes asegura que las personas que han vivido un trauma como el suyo no pueden esconderlo, ni negarlo, ni pretender que desaparecerá. Dice que “era un niño ansioso que se pasaba el día cagando, que no dormía, al que le daban docenas de tics cada hora, sin habilidades sociales, que siempre tenía miedo, que bebía y fumaba y se ofrecía sexualmente a desconocidos”. Eso y que se ha sometido a tres operaciones de espalda, consecuencia de las violaciones que sufrió.
¿Puede la música salvar la vida de alguien? Podría decir, simplemente, que la Chacona de Bach y Busoni tiene un significado especial para Rhodes, pero recuerdo lo que me contó en una entrevista que le hice hace varios años, entonces debo decir que, para él, la Chacona de Bach y Busoni es mucho más que eso:
“Sería como hablar del amor de tu vida. Lo cambió todo para mí porque, por primera vez, encontré algo mágico que me alejó de una situación muy difícil y me dio espacio para respirar y sentirme seguro. Imagine que está en una zona de guerra, completamente sola, con las tropas enemigas que la rodean por todos lados, y se da cuenta de que no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir. De repente, un batallón entero de soldados, altamente entrenados y bien equipados, llega para salvarla. Eso es lo que hizo la Chacona por mí”.