Imaginen que nos acercamos a una mirilla que nos permite ver escenas de tiempos y lugares remotos. Será como observar el paisaje costumbrista de una pintura o un dibujo. El lugar es España. El año, 1956. Imaginen que ya estamos ahí, con las pestañas rozando el lente de la mirilla, viendo a una mujer que teje una red de malla que cae sobre el suelo como una alfombra de algas verdes. Se llama Manuela. Sus ojos diáfanos se fijan en la turista que lleva un rato mirándolas desde el puerto. Hay dos mujeres más: Dolores envuelve el cordel en la aguja, y Lucía, la portuguesa, remienda una red de trasmallo mientras canturrea una copla. Están conversando de placeres sencillos, de viejas penas compartidas. “¿Entonces crees que no vuelve?”, le dice Dolores a Manuela. “Volver… Ay, Dolores. Sé muy bien que el mar no se lo tragó. ¿Sabes qué te digo? La que se come su carne, que le cuide los huesos”.
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Sylvia Plath las mira con atención para después dibujarlas con palabras. Ya pensó en un título para su poema: Las rederas, inspirado en las tejedoras de redes de Benidorm. “Entre el pequeño puerto de los pesqueros de sardinas / y las arboledas donde las almendras, aún delgadas y amargas, / engordan en sus cáscaras picadas de verde, las tres rederas / vestidas de negro —pues aquí todo el mundo está de luto por alguien— / colocan sus robustas sillas y, de espaldas a la calle y de cara a los oscuros / dominios de sus umbrales, se sientan”. En el pueblo las llaman “viudas de mar”. Sus hombres se marcharon a América. Las mujeres esperan. Llevan meses, a veces años, sin recibir noticias. Si viven, si sufren, si vuelven. Nada saben de ellos.
Además de hacerlo con palabras, Sylvia Plath dibuja con pluma y tinta. Algunas veces con lápiz. Pertenece a ese dichoso clan de niños que se hicieron adultos y nunca dejaron de dibujar. Atraviesa el paisaje con la mirada hasta que siente que ella misma forma parte de él. Dice que en el pueblo español de Benidorm ha hecho algunos de los mejores dibujos de su vida. En las páginas de su cuaderno tiene un conjunto de macetas dibujadas con motivos arabescos, un cuenco rebosante de frutas y las casas de cal blanca de la bahía de pescadores. Unos años más tarde, Frieda Hughes, la hija de Ted Hughes y Sylvia Plath, recordará cómo su papá describía el modo en que dibujaba su madre: “Torturaba a los objetos que representaba hasta que estos ocupaban su posición definitiva y toda la escena quedaba aprisionada para siempre”. De ahí que la imaginación de Sylvia Plath sea esencialmente visual y que el motivo de su más honda inspiración sea el arte, especialmente la pintura de artistas como Henri Rousseau, Gauguin, Paul Klee y De Chirico.
Si seguimos con el ojo pegado a la mirilla, vemos que en nuestro campo visual aparece Sylvia Plath vestida de blanco. Está sentada en un rincón soleado del puerto de Benidorm. Tiene los dedos manchados de tinta y su cuaderno de bocetos sobre las piernas. En su paseo de esta mañana, recogió unas flores que dibujará antes del anochecer. No las conocía, así que le preguntó a la dueña de la pensión. “Se llaman siemprevivas —le dijo su casera—. Ni siquiera hace falta que las ponga en agua”. Ella sonrió pensando que de la tierra de Benidorm brotaba la eternidad. Ahora sigue absorta en los movimientos de las tres rederas. Cuando la brisa de la playa amenaza con embestir las sábanas que dejaron en los cordeles del patio, las viudas de mar empiezan a recoger sus corotos. “Ahí sigue esa mujer, la americana —dice Dolores ajustándose la cinturilla del vestido, negro como las medias, los zapatos y el pañuelo que envuelve su pelo entrecano—. Dicen que vino con el marido, que están de luna de miel”. “¿Qué es eso que lleva puesto?”, pregunta la portuguesa. Dolores vuelve la mirada entornando los ojos: “Debe ser un invento de los americanos. Creo que lo llaman biquini”.