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                                                                                                                              La Bruja buena del Sur

                                                                                                                              A Ceferina Banquez le gusta cantar descalza. He pensado que subir a un escenario sin zapatos puede ser un modo de desnudarse. Séneca decía que para conocer las cualidades de un hombre es preciso examinarlo desnudo, sin patrimonios, sin cargos ni posesiones. Decía que esa es la manera de apreciar la calidad y la nobleza del alma humana, de saber si la grandeza de una persona está más allá de los engañosos dones de la fortuna. La tierra, la memoria de sus ancestros, sus hijos y el bullerengue, esa es toda la fortuna de Ceferina Banquez. De esos materiales está hecho su canto.

                                                                                                                              Ceferina compone un bullerengue cuando le duele una pena. Conversé con ella en Barcelona. Me habló de su infancia en Guamanga, de su desplazamiento forzado, de sus tías cantadoras, de sus sufrimientos y de las satisfacciones que le ha dado la música. Me habló del grupo de bullerengue con el que cantaba en María la Baja. Un día le dijeron que el grupo iba a cantar en Bogotá, que el viaje se armó muy rápido, de un día para otro, y que por eso decidieron que ella no los acompañara. Consideraron que Ceferina no había ensayado bastante. Ceferina, que solo podía ir a los ensayos de los sábados, protestó: “Pero si yo sé cantar igual que las demás”. Esa noche se fue a dormir con la pena de no haber ido a Bogotá, a cantar sobre una tarima y a visitar a dos de sus hijas, que se desplazaron de Guamanga a la capital por culpa de la violencia provocada por el conflicto armado. Ceferina compuso un bullerengue inspirado en su desencanto: No me dejen sola.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La mesa en la que escribo este texto tiene una balda que uso para colocar libros que caben en la palma de una mano, como el de Ferdinando Camon: Un altar para la madre. En el prefacio, que el italiano escribió para la edición en español, dice que “una persona buena, por más que sea miserable, inculta, analfabeta, malhablada, vaya mal vestida y descalza, sea casi anónima, alguien a quien nadie fotografió, escuchó, ni agradeció nada, puede merecer la inmortalidad más que caudillos, banqueros, políticos, aventureros”. Creo que los tres hombres que Ceferina vio a través de la ventanilla del tren podrían acabar retratados en la letra de un bullerengue. Dice Ferdinando Camon que “no es la fuerza lo que salva a la humanidad, sino esa particular forma de amor que se llama bondad”. En algunas personas, esa forma de amor es una manera de estar en el mundo, natural, primigenia, como andar descalza, sembrar, cultivar, transpirar, cantar. Esa era la palabra que estaba buscando: yo les dije “algo”, quería decir bondad.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Ceferina compone un bullerengue cuando le duele una pena. Conversé con ella en Barcelona. Me habló de su infancia en Guamanga, de su desplazamiento forzado, de sus tías cantadoras, de sus sufrimientos y de las satisfacciones que le ha dado la música. Me habló del grupo de bullerengue con el que cantaba en María la Baja. Un día le dijeron que el grupo iba a cantar en Bogotá, que el viaje se armó muy rápido, de un día para otro, y que por eso decidieron que ella no los acompañara. Consideraron que Ceferina no había ensayado bastante. Ceferina, que solo podía ir a los ensayos de los sábados, protestó: “Pero si yo sé cantar igual que las demás”. Esa noche se fue a dormir con la pena de no haber ido a Bogotá, a cantar sobre una tarima y a visitar a dos de sus hijas, que se desplazaron de Guamanga a la capital por culpa de la violencia provocada por el conflicto armado. Ceferina compuso un bullerengue inspirado en su desencanto: No me dejen sola.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La mesa en la que escribo este texto tiene una balda que uso para colocar libros que caben en la palma de una mano, como el de Ferdinando Camon: Un altar para la madre. En el prefacio, que el italiano escribió para la edición en español, dice que “una persona buena, por más que sea miserable, inculta, analfabeta, malhablada, vaya mal vestida y descalza, sea casi anónima, alguien a quien nadie fotografió, escuchó, ni agradeció nada, puede merecer la inmortalidad más que caudillos, banqueros, políticos, aventureros”. Creo que los tres hombres que Ceferina vio a través de la ventanilla del tren podrían acabar retratados en la letra de un bullerengue. Dice Ferdinando Camon que “no es la fuerza lo que salva a la humanidad, sino esa particular forma de amor que se llama bondad”. En algunas personas, esa forma de amor es una manera de estar en el mundo, natural, primigenia, como andar descalza, sembrar, cultivar, transpirar, cantar. Esa era la palabra que estaba buscando: yo les dije “algo”, quería decir bondad.

                                                                                                                              Read more!

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