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La despedida

Sorayda Peguero Isaac

02 de julio de 2017 - 09:00 p. m.

La rezadora le cerró los ojos con la mano. Murmuró unas palabras. “Encomendamos a Dios el alma del difunto”; o algo así. —¿Y ya? —pensó ella, mordiéndose los labios. —¿Así se acaba todo? —. Y todo, en esa habitación silenciosa, de paredes desconchadas y bombilla sin vestido, quería decir todo: el mundo entero.

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Cuando le decía que era como Pippi Långstrump, una “marimacho” irremediable, ella se quedaba mirándolo, insegura. ¿Eso era bueno o malo? En cualquier caso, ella no podía ser de otro modo. Él era su cómplice de diabluras. El silbido al otro lado del portón. El oído atento a las seis de la tarde. La voz presuntuosa que le decía, constantemente: “Tú no eres como las otras niñas”.

Todo lo que tenía que saber sobre la amistad lo había aprendido a su lado. Lo supo unos meses más tarde, después de leer una novela de Fred Uhlman que tomó prestada de la biblioteca municipal. “Hasta su llegada yo había carecido de amigos —decía el libro—. En mi clase no había un solo chico capaz de satisfacer mi ideal romántico de la amistad, ninguno que yo admirara realmente, ninguno por el cual yo hubiera estado dispuesto a dar la vida”. Ella pensó que estaba realmente hundida, que el fango le llegaba hasta más arriba del cuello. Un amigo por el cual hubiera estado dispuesta a dar la vida no era algo fácil de encontrar. Porque esa devoción absoluta y desinteresada solo era posible entre los más jóvenes. Porque esa era una etapa que no duraba mucho, decía Uhlman. Ella la había vivido desde los ocho años. Hasta que llegó la muerte con su hambre de bestia famélica.

—¿Y ya? —se preguntó de nuevo—, ¿así es como a uno se le acaba el mundo?

Empezaba a recordarlo como si estuviera ausente. Con las canillas larguísimas. Flaco como una vara. Con sus dientes de conejo, y esa manera tan suya de darse importancia cuando decía cosas como: “Eso no se dice así”. Después, corregía la palabra que ella había pronunciado mal —acotiledóneas, fantasmagórico, clorofila— y la deletreaba, acercando su cara a la suya, abriendo los ojos como si estuviera estudiando una especie recién llegada quién sabe de dónde. Abriendo los ojos…

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Mirándolo ahí, encerrado en esa urna absurda, con los labios azulosos y ese ridículo traje, más largo que sus pies y que sus manos, ella tuvo ganas de hablarle: vamos a decirle adiós a los aviones que dejan su estela de tiza en el cielo. Vamos a volar chichiguas hasta que el horizonte se coma el sol. Vamos a escuchar el cuchicheo del mar en el caracol pinto. Mi tonto camarada, levántate. Antes de la última llamada para entrar en casa, antes de la buena hora de reencontrarnos para ser salvajemente felices.

sorayda.peguero@gmail.com

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