Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
¿Debería aceptar la flor que me ofrece y prenderla de mis rizos con una horquilla? Acaba de decirme: “Es usted la versión femenina de…”. Intuyo que sus intenciones son nobles. Las mías también lo son si le digo que es un recurso fácil y manido. Hablemos de grandes ligas. Cuando se dice que Niní Marshall era la “Chaplin con faldas” o que Valaida Snow era la “pequeña Louis” —por Louis Armstrong—, ¿qué es exactamente lo que se quiere insinuar? “Versión” nace del latín versio: acción y resultado de voltear. Hay hojas que nunca se voltean. Nunca se dijo que Daniel Santos era el Celia Cruz con bigote o que Salvador Dalí era el Frida Kahlo con alpargatas.
Lo corriente sería enzarzarnos en una absurda discusión. Que cada uno haga su mayor esfuerzo por aplastar al otro con sus argumentos para después abandonar la arena escupiendo descalificaciones. Otra opción sería detenernos a mirar esa flor como si nunca hubiéramos visto una igual. Imitando el gesto de rebelión que en un verso de Pizarnik “consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”. Encontrarnos ante la oportunidad que nos brinda una pregunta: ¿por qué lo hacemos?
Cuando era niña fui bateadora de primera línea en los campeonatos de béisbol que se celebraban en mi barrio. Cada vez que alguien me decía que era la Mateo Alou del equipo, el volumen de mi cuerpo se multiplicaba por 10. No cabía por una puerta. Con cientos de hits y carreras anotadas, Alou era lo máximo. ¿Alguna de nosotras había visto a una mujer jugando béisbol profesional? Ni de lejos. Las estampitas de las jugadoras del Colorado Silver Bullets no llegaban a los colmados del pueblo. Ni siquiera sabíamos que ese equipo de mujeres existía. Ignorábamos que muchas de sus integrantes empezaron a jugar siendo niñas, como nosotras, y que al cumplir 12 años tuvieron que abandonar el campo no por decisión propia, sino porque fueron expulsadas, forzadas a dejar de practicar un deporte que “no era para ellas”. De todos modos, no creo que la ausencia de referentes femeninos fuera trascendental para las niñas de mi barrio aficionadas al juego del bate y la pelota. Estábamos en edad de aprender que los chicos lideran los estándares de excelencia en todas las disciplinas. Considerábamos que era un mandato divino o una de esas sentencias que, para zanjar cualquier duda, se le atribuyen a la sabiduría de la ciencia o la naturaleza.
En mis dos últimos años de estudios secundarios no leí una sola obra firmada por una mujer. El programa de lecturas del colegio no incluía escritoras. A propósito de mis buenas calificaciones en la clase de Literatura, había alguien que me aupaba diciendo que llegaría a ser como un famoso escritor que usaba suéteres de cuello alto. Poco sabíamos de las escritoras. Ellas estaban excluidas de nuestra gloria y consideración. Viviendo su larga espera de penélopes en las baldas olvidadas de las estanterías.
No somos responsables de lo que nos impusieron o enseñaron, pero sí de intentar comprender cómo se originaron ciertas perspectivas que moldearon nuestro pensamiento. La visión del mundo que aprendemos en la infancia se reproduce en el lenguaje que usamos para expresar ideas. Supongamos que una niña —o un niño— nos cuenta que desea destacar en el arte de la alta cocina. Para animarla en su objetivo, podemos decirle que su futuro será tan brillante como el de Ferran Adrià o Gastón Acurio. Sus nombres podrían aparecer en las regiones de nuestra memoria antes que los de Leonor Espinosa o Carme Ruscalleda. Casi siempre es así. Funciona como un proceso automático. Lo aprendido deja su rastro de tinta fina en la imagen que trazamos de la realidad.
