Doblan las campanas de la iglesia por la muerte del padre. Se vislumbran los gruesos muros de la casa, las sillas de enea, la habitación blanca en la que arde el calor del sur. Cuando se alza la cortina de terciopelo rojo, se cumple lo que decía Federico García Lorca: “El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana”. Por la puerta principal entran la viuda y sus cinco hijas. Tienen las caras cubiertas con mantillas de negro encaje. Entre sus manos sudorosas, como escurridizos peces de río, los amuletos del duelo: un rosario y un abanico. “¡Silencio!”, es la primera palabra que sale de la boca de Bernarda.
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Doblan las campanas de la iglesia por la muerte del padre. Se vislumbran los gruesos muros de la casa, las sillas de enea, la habitación blanca en la que arde el calor del sur. Cuando se alza la cortina de terciopelo rojo, se cumple lo que decía Federico García Lorca: “El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana”. Por la puerta principal entran la viuda y sus cinco hijas. Tienen las caras cubiertas con mantillas de negro encaje. Entre sus manos sudorosas, como escurridizos peces de río, los amuletos del duelo: un rosario y un abanico. “¡Silencio!”, es la primera palabra que sale de la boca de Bernarda.
(Silencio en la sala del Teatro Apolo.)
La perversidad de la viuda es lo que más me atrae de La casa de Bernarda Alba: “En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas”. No deja de impresionarme su manera de ser más mala que un dolor. Aunque sé muy bien —todos lo sabemos— que existe esa violencia cotidiana, esos ataques que a veces pretenden ser cuchillitos envueltos en paños de seda, lanzados por falsos amigos, parejas y amantísimas madres que practican el canibalismo simbólico. Madres como Bernarda.
Los perversos son hábiles manipuladores. Pero hay una pista que los traiciona: su insistencia. No suelen sorprender con una estocada mortal que pueda desenmascararlos fácilmente. Desestabilizan a sus presas poco a poco. Saben cómo camuflar la humillación y el comentario mal intencionado para que tenga la apariencia de un gesto inofensivo. En una relación en la que hay abuso de poder, como la que tiene Bernarda con sus hijas, el perverso anula la libertad de sus víctimas y se escuda tras el parentesco. ¿Quién va a desconfiar de las buenas intenciones de una madre? Ante el imbatible argumento del más grande amor, los testigos callan y las víctimas se resignan, o se rebelan.
Las hijas de Bernarda reniegan del destino que se les impone: “¡Malditas sean las mujeres!”. ¿Y si fueran hombres? ¡Ah! Si fueran hombres, este drama inspirado en un hecho real ni siquiera existiría. Cumpliendo con sus obligaciones de niñas virtuosas —porque de ellas se espera que sean eternamente niñas—, permanecen fieles a la madre que las parió. Según las enseñanzas de Bernarda, una hija desobediente es una enemiga, una mala mujer o, en el mejor de los casos, una loca. Así que “hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón”.
La ley de la matriarca se tambalea cuando un hombre despierta el deseo de las muchachas. El deseo se burla de las reglas como una bestia sorda, ciega y sin bozal. El fatídico desenlace ocurre de noche. Adela, la más pequeña y rebelde de las hermanas, dice que el cielo tiene estrellas como puños y que afuera hay un caballo blanco que en la oscuridad luce majestuoso. Igual que la luna y el agua, el caballo es un símbolo recurrente en la obra de Federico García Lorca. Esta vez, es una presencia impalpable, no vemos al gran garañón blanco sobre el escenario, pero sabemos que está aquí, anunciando la llegada del amor y la muerte.
Bernarda condena a sus hijas a un ostracismo que destruye sus ilusiones de juventud. En nombre de la tradición y de las normas con las que ella misma fue educada, controla sus vidas como si fueran muñecas de barro moldeadas por su voluntad. Otro rasgo característico de los perversos es la amargura. ¿No será que Bernarda atormenta a sus hijas para sentirse acompañada en su frustración, para ver cómo se repite su propia oscuridad en los espejos de la casa? El estruendo de una voz aparta mis cavilaciones. El tercer acto de la obra de Lorca llega a su fin. Bernarda Alba tiene la última palabra: “¿Me habéis oído? Silencio, silencio he dicho. ¡Silencio!”.