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La oveja blanca

Sorayda Peguero Isaac

26 de diciembre de 2015 - 09:00 p. m.

Pablo Neruda no podía resistir la tentación de detenerse ante el escaparate de una juguetería. Sus ojos escudriñaban las vidrieras con afán primario, con ingenua obsesión.

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Durante muchos años fue así, pero jamás encontró la oveja blanca que buscaba. Cuando era niño, Neruda tenía una oveja blanca de lana desteñida. “Nunca había visto yo una oveja tan linda”, recordaba el poeta, que perdió el juguete en un incendio. “El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta”, apuntaba en sus memorias. Neruda decía que no podía vivir sin sus juguetes. En su casa de Isla Negra, donde ondeaba una bandera azul con un pez blanco, tenía una colección de mascarones de proa y una flota de veleros embotellados. La mayoría de sus veleros fueron construidos por Carlos Hollander, un viejo lobo de mar que reproducía —especialmente para el poeta— majestuosas embarcaciones que alguna vez surcaron las aguas saladas del sur. “Son mis propios juguetes —escribió Neruda—. Los he juntado a través de toda mi vida con el científico propósito de entretenerme solo”.

Según la línea de conducta que sigue la sociedad, los juguetes son solo para los niños. Al principio lo aceptamos con resignación. A veces con dolor reprimido: con los dientes y los puños apretados. Obedecemos con la mansedumbre de quien acata una orden superior. Es la cara mala de hacerse adulto, de pasar a otro estadio y empezar a ocuparse de cosas “serias”. La necesidad de proyectar mundos imposibles a través del juego queda amordazada por normas que apenas cuestionamos. Un poema de Neruda, llamado Al pie desde su niño, dice en sus primeros versos: “El pie del niño aún no sabe que es pie, / y quiere ser mariposa o manzana. / Pero luego los vidrios y las piedras, / las calles, las escaleras, / y los caminos de la tierra dura / van enseñando al pie que no puede volar, / que no puede ser fruto redondo en una rama. / El pie del niño entonces / fue derrotado, cayó / en la batalla, / fue prisionero, / condenado a vivir en un zapato”.

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En algún momento de nuestras vidas, una criatura con pantalón corto y rodillas peladas nos mira desde adentro con ojos suplicantes. Se acerca con la respiración acelerada, descalza y con la cara sucia. Burló la vigilancia del dragón. Huyó de su oscura mazmorra y fue dejando un rastro de canicas desgastadas en el camino. Pregunta, quiere saber: ¿qué queda de mí en ti? También nosotros sentimos la necesidad esencial de reencontrarnos con el niño que fuimos. De vez en cuando lo extrañamos. Seguimos sus huellas por un sendero sinuoso. Lo buscamos para consentirle un capricho, devolverle una sonrisa o enjugar sus lágrimas. Es algo más que pura nostalgia. Es un anhelo natural, legítimo. Es su instinto de supervivencia, su deseo infinito de no morir.

sorayda.peguero@gmail.com

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