Cuenta la leyenda que el dios Sol y el dios Oscuridad se desafiaron a muerte. Durante la pelea, el dios Sol se estrelló contra una de las columnas del cielo. No hubo nada que hacer. La bóveda celeste se rompió en mil pedazos. La luna se hundió en el mar y las estrellas impactaron contra los techos de zinc provocando un ruido de locos. Las únicas sobrevivientes cayeron sobre las hojas de un yagrumo. El dios Sol estaba desesperado. Le imploró a la diosa del Mar que lo ayudara a reconstruir el cielo. Cuando terminaron la tarea, las ramas del yagrumo se alargaron para devolver las estrellas a sus nidos.
Si la diosa del Mar pudo reconstruir el cielo, Leycidia esperaba que pudiera devolverle a sus hijos. Por eso se los entregaba. Frágiles y líquidos. Como ella los había traído al mundo.
La ventana de su habitación estaba entreabierta. Un rayo de luz tenue declinaba sobre el suelo dibujando sombras móviles. Me presenté en la casa con el caldo que mi abuela preparó para Leycidia la noche anterior. La encontré en la cama, con una blusa de tiritos y unos choris de fuerteazul. Estaba tumbada boca arriba y con las piernas apuntando al techo. Parecía una niña. A pesar de sus tormentos, Leycidia parecía una niña. Contrariando la voluntad de don Tulio, se casó con un francés que conoció en la Escuela de Bellas Artes.
Leycidia había probado todas las botellas de raíces y plantas que las curanderas enviaban a su casa por encargo de ella o de su mamá. Aunque las preparaciones de las curanderas son un secreto reservado para un selecto grupo de sabias, se sabe que esos bebedizos tienen miel, polvo de hierro, calcio y vino tinto. También se sabe que algunos contienen extremidades de asquerosos reptiles que prefiero no mencionar.
El caldo de pata de vaca era un reconstituyente que mi abuela preparaba para Leycidia cada mes. Más efectivo que el compuesto vegetal que vendían en el almacén de Guaro y que, según decía mi abuela, no era otra cosa que un pote de agua con azúcar traído del extranjero. Nadie sabía quién era la mujer que le prestaba su nombre, una tal doctora Muller. A mi abuela, en cambio, la conocía todo el mundo.
Leycidia se bebía el caldo de una vez, ávida e impaciente, como un luchador al que se le ha concedido una pausa para reponer sus fuerzas. En su habitación había muchos libros y esculturas de yeso a medio terminar. También había un armario lleno de ropa para recién nacidos. Era un armario de doble puerta que tallaron a mano unos compañeros suyos de Bellas Artes. No había otro mueble blanco en la habitación. De hecho, no había otro mueble blanco en toda la casa. El resto del mobiliario era de caoba muy oscura. Cada una de las puertas estaba adornada con ángeles de brazos y piernas rollizas, con rizos que caían suavemente sobre sus caritas redondas. Por expreso deseo de Leycidia, los seis ángeles del armario estaban dormidos.