Sus alumnos la llaman Miss Campusano.
Hace seis años que es profesora de español en una escuela secundaria de Boston. Cuando tenía siete años emigró con sus padres de su natal República Dominicana a Estados Unidos. Luego regresó y, por un tiempo —desde los 13 hasta los 16 años— vivió en su país. En esa época nos hicimos amigas. Con frecuencia, cuando en Boston son las seis de la mañana y en Barcelona ya es mediodía, me llama por teléfono y charlamos mientras conduce hasta su trabajo. Esta mañana me dijo que se sentía sobrepasada por la indignación. “¿Supiste lo que dijo Donald Trump sobre el ataque en Orlando? –me preguntó–. Ese barbarazo utilizó la masacre en el club Pulse para atacar a la comunidad musulmana. Trump ha hecho que en este país la gente se sienta cómoda expresando su racismo y su xenofobia públicamente. Me estoy dando cuenta de que yo vivía en una burbuja”.
Pocas horas después del peor ataque terrorista en la historia de Estados Unidos tras el 11-S, Donald Trump pronunció estas palabras en New Hampshire: “Cuando sea elegido, suspenderé la inmigración de zonas del mundo con una historia demostrada de terrorismo contra Estados Unidos, Europa y nuestros aliados, hasta que entendamos cómo acabar con estas amenazas”.
A Miss Campusano le preocupa que el discurso de odio de Trump pueda calar en las nuevas generaciones, en los futuros líderes. Sus alumnos son adolescentes con edades entre 14 y 16 años: “Imagínate, estos muchachos están viendo cómo un hombre que ha demostrado ser un narcisista, un racista y un grosero, está a dos pasos de convertirse en presidente de este país”.
A los pies de la Estatua de la Libertad, que a partir de 1886 se convirtió en lo primero que avistaban los inmigrantes europeos que llegaban a Estados Unidos por la costa neoyorquina, hay una placa de bronce con los versos de El nuevo coloso, un soneto de la poetisa Emma Lazarus, nacida en Nueva York en 1849. En la última parte del poema se lee: “(...) ‘¡Guardaos, tierras antiguas, vuestra pompa legendaria!’, exclama ella / con labios silenciosos. ‘Dadme a vuestras cansadas, a vuestras desdichadas, / a vuestras hacinadas muchedumbres que anhelan respirar en libertad, / el desamparado desecho de vuestras rebosantes costas. / Enviadme a éstos, los desahuciados, los que por la tempestad son azotados. / ¡Yo alzo mi faro junto a la puerta dorada!’ ”.
100 años después de que se inaugurara la placa con el poema de Lazarus, que era descendiente de inmigrantes judíos portugueses, Trump anunció que si gana la carrera hacia la Casa Blanca levantará un “gran, gran muro” en toda la frontera entre México y Estados Unidos. Un muro de primerísima calidad que mantenga alejada a toda esa gente que tiene un “montón de problemas”, violadores, criminales y narcotraficantes, según dice. Porque “una nación sin fronteras, simplemente no es una nación”.
—Me pregunto dónde estaba toda esa gente que apoya la retórica racista y xenófoba de Trump— me seguía contando Miss Campusano—. Quizás guardaban silencio por aparentar, y ya no lo consideran necesario, se sienten respaldados por un líder político que proclama su insensatez a los cuatro vientos, que incita a la violencia en sus mítines, que divide a las personas, que ha ofendido a las mujeres, a los afroamericanos, a los inmigrantes, que hasta cree que tiene licencia para matar.
Miss Campusano no exagera. En enero de 2016, en Sioux Center (Iowa), Trump afirmó que no perdería la lealtad de sus votantes aunque se plantara en medio de la Quinta Avenida de Nueva York y le disparara a una persona. Y uno se pregunta: ¿cómo puede decir algo así sin que un viento feroz lo sacuda entero, desde su inquietante tupé hasta los pies, sin que se agiten los cimientos de lo que sea que tenga dentro de su cabeza, sin un ápice de sobresalto?
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