La mujer descuelga el teléfono. Se acomoda el auricular en la oreja. Hace girar la carátula del aparato nueve veces, y mientras escucha el timbre de llamada, alisa los pliegues de su falda, se muerde los bordes de las uñas, respira hondo.
Atiende una voz de hombre: “¿Si?”. El que contesta es un españolito tímido que canta y toca la guitarra.
La mujer le dice que llama desde Barcelona: “Estoy desesperada. He conseguido tu teléfono para decirte que me va muy mal en mi matrimonio, que tengo un hijo con problemas, que mi marido los domingos se va al fútbol y me deja en casa con el niño. No se ocupa de él para nada”.
Durante un tiempo, el españolito tímido se conformó con escribir canciones para otros intérpretes. La idea de cantar sobre un escenario le provocaba una vergüenza terrible. El director de una discográfica le advirtió: “Como cantante no tienes futuro. No tienes una gran voz y, físicamente, no eres un galán de cine”. Un día lo convencieron para que grabara un disco. Rezó para que nadie lo comprara, pero una de sus canciones se convirtió en un hit. Entonces lo invitaron a debutar en una discoteca de Barcelona. Rezó para que sólo fueran a verlo cuatro gatos, pero el local se llenó. Todavía no se acuerda de lo que cantó aquella noche.
—Estoy harta de este hombre, no lo soporto más –le seguía contando la mujer por teléfono–. Me he puesto como una reina, y me he ido a conquistar a un locutor de radio que tiene una voz maravillosa. Creo que estoy enamorada de él. ¿Pero sabes qué? –la mujer empezó a llorar–. Me ha dicho: “Pero dónde vas. Yo tengo mi mujer. Márchate”. Y de repente estoy aquí con mi bolso y mi vestido nuevo. Me han dado calabazas, José Luis. No sé qué hacer.
A pesar de su timidez, José Luis Perales se convirtió en un cantante de éxito. Algunos críticos dicen que sus composiciones son un despilfarro de ñoñería. Él se define como un periodista musical, un tipo que escribe sobre cosas simples, esas cosas que le suceden a la gente común. Historias que parecen de verdad, porque son de verdad.
Después de escuchar la confesión de aquella desconocida, Perales se preguntó, incrédulo: “¿Por qué me cuenta esto a mí?”. Y pensando, quizás, que el amor no se le concede siempre a quien más lo pide, alcanzó papel y lápiz y escribió: “Me llamas para decirme que te marchas, que ya no aguantas más / Que ya estás harta de verle cada día / De compartir su cama / De domingos de fútbol, metida en casa”.
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