Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Qué raro es vivir. Raro. Jodido y maravilloso. Una cosa a la vez o todas al mismo tiempo. Qué raro es despertarse una mañana y caer en la cuenta de que ya es otro año. Así, de pronto. Doce de la medianoche. Cañonazo. Algarabía. Abrazos. ¡Feliz Año Nuevo! Y hoy es todo silencio. Y una luz que entra por debajo de la puerta dibuja pequeñas charcas de sol en las baldosas, y tres hadas se zambullen en ellas procurando no hacer ruido para no alborotar a la chiquillería. Y los que seguimos vivos para verlo y contarlo, no nos paramos a pensar en lo magnífico que es. ¿Y a mí quién me va a entender? Seguro que si les salgo con estas cavilaciones, ya de buena mañana, todos van a mencionar mi repentina afición por beber Godfather. Porque no me tienen paciencia. ¡Ah! Pero sé de alguien que podrá defenderme. No es que vivir sea raro porque lo diga yo, Carmen Martín Gaite lo sabía.
“A mí no me extraña. Es que todo es muy raro, en cuanto te fijas un poco. Lo raro es vivir”. La escritora salmantina puso esta frase en la voz de Águeda, la protagonista de una de sus novelas. Así le respondió al camarero de un bar madrileño cuando le dijo: “Qué raro, ¿no?”, porque los dos habían tenido el mismo pensamiento en diferentes momentos del día, y ahora estaban ahí, sentados uno delante del otro, ella tomándose un café, para sacudirse la modorra que le dejó una cena espléndida, y él dándole lingotazos a un daiquiri mientras de fondo sonaba Benny Moré con eso que dice: “Arráncame dios mío / esta idea tan morbosa / de desearla siempre / sobre todas las cosas”.
Este año empezó retándome a pensar en una palabra: asombro. Estuve considerando esa capacidad para la maravilla que, cuando mudamos la piel de la infancia, parece que huye adonde el diablo soltó las chancletas. Los motivos para que nos encuentre el asombro se presentan en abundantes ocasiones. Algunas son tan obstinadas que se repiten a diario. Una atención sostenida sobre lo pequeño bastaría para la dosis diaria recomendada. Pero está demostrado que transcurrir en permanente estado de ceguera y frenesí, sin darnos cuenta de que vivimos, es la gran tragedia de nuestra especie.
Hay momentos de extrañezas imprevistas. Como esa primera mañana del año en la que vi tres hadas bañándose en los charcos de sol. No vayan a creer que son embustes: las vi. También me pareció raro que unas semanas después, cuando seguía disfrutando de mi inmersión en el universo de Carmen Martín Gaite, me llegara una invitación de la Universidad de Salamanca. La ciudad en la que ella nació. La universidad en la que ella estudió. Qué raro, ¿no? Otra vez escuché esa vocecita que abandonó su duermevela en la página 75 del libro para decirme: “A mí no me extraña. Es que todo es muy raro, en cuanto te fijas un poco”.
Anoche llegué a Salamanca. Esta mañana, antes de atender mis compromisos con la universidad, vine a la Plaza de los Bandos. No me cuesta imaginar a Carmen Martín Gaite atravesándola a toda prisa, porque en su casa, que estaba en un edificio cercano, la comida se servía puntual y, como siempre, a la señorita se le habrá ido el santo al cielo. La joven Carmen era bajita y morena. Cada tanto interrumpía sus pasos para contemplar las nubes, como si se le hubiera perdido algo ahí arriba. Ella decía que nadie sabe adónde van las cosas cuando salen de nuestros ojos. Y es bien cierto. Nadie lo sabe. Por eso hay que mirarlas con atención, para después poner por escrito cómo eran y así intentar salvarlas de la herrumbre del olvido. Me pregunto si ocurrió aquí, si Carmen estaba mirando las nubes desde la plaza cuando descubrió que no hay mayor rareza que esta: vivir.
