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Sorayda Peguero Isaac
20 de agosto de 2022 - 05:30 a. m.
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Cuando recibí la llamada estaba tomando notas para una clase.

—Adivina quién vino preguntando por ti —dijo mi hermana menor con una vocecita juguetona.

Después de dos horas sin apartar la vista de los apuntes, no tenía el cerebro presto para adivinanzas.

—Empieza por R —dijo.

—¿Ruperta?

—No sé quién es esa.

—Yo tampoco. Dime de una vez.

—Tu amigo. Tu gran amigo. Tu querido amigo. Tu queridisísisimo amigo.

—¡Oye! ¿Cuántos años crees que tienes?

—Raulín pasó por aquí anoche.

—¿Cómo que Raulín?

—En persona de cuerpo presente.

Si el amor es la aventura más significativa de todas y la amistad es la primera andanza amorosa que la vida nos ofrece, ¿podríamos decir que nuestro primer amigo o amiga es también nuestro primer amor?

No fue mi primer amigo en el sentido corriente que aplicamos a la palabra, pero sí el primer niño con el que trabé una amistad profunda. Raulín era una adicción que me estaba permitida. Cada tarde, después de la escuela y de cumplir con el deber de los estudiantes diligentes —o que fingen serlo—, me esperaba tras el portón o a la sombra de un árbol de la empalizada. Era una pausa en el discurrir del tiempo, como ese poema de Nicanor Parra en el que “un niño detiene su vuelo en la torre de la catedral / y se pone a jugar con los punteros del reloj / se apoya sobre ellos impidiéndoles avanzar / y como por arte de magia los transeúntes quedan petrificados (…)”.

A nadie parecía inquietarle la predilección que yo mostraba por ese niño que vivía al otro lado de la calle. Las autoridades de mi casa no le prestaban atención a lo que nos decíamos, embriagados por una curiosidad mutua y por el deseo de contarnos lo que entonces considerábamos que era la vida.

Durante una de esas conversaciones en la empalizada, interrumpí sin querer la presurosa actividad de una colonia de hormigas caribe. Cobraron venganza trepando silenciosas por mi vestido. Eran cientos. ¡Miles! Al darse cuenta, Raulín empezó a soltar unos sonidos guturales que me alertaron de que algo estaba pasando. Los botones de mi vestido cedieron al tercer tirón que le di. Mi desnudez quedó expuesta ante la mirada de mi amigo que, con las dos manos, se tapaba uno de los ojos.

Habíamos llegado a la adolescencia sin que se desgastara la alegría de tenernos. Ni siquiera los cambios propios de la edad —más notorios en su cuerpo que en el mío, pues tengo la costumbre de llegar tarde a casi todo— incitaron la pulsión erótica. Quizá, de manera inconsciente, pretendíamos que lo nuestro tuviera la perpetuidad que difícilmente se le concede al amor romántico.

La empalizada y el portón nos imponían una distancia mínima que empezó a parecernos absurda. Convinimos sentarnos en un muro de la terraza de mi casa, pero por la parte de afuera, la que daba al patio de la vecina. Mientras hablábamos, comíamos jobos, guayabas y tamarindos que Raulín alcanzaba de los árboles cercanos. Era un jovencito espigado y ágil, con un mechón de pelo castaño que a cada rato apartaba de su cara. Una tarde de julio, papi se asomó al enrejado para decirme que entrara en la casa. Bajé la cuesta a regañadientes, convencida de que me endilgaría algún mandado. Me esperaba en la cocina, de pie junto al tragaluz. Cuando me acerqué preguntándole qué quería, me volteó la cara de una bofetada.

Estaba previsto que Raulín emigrara a Puerto Rico con su familia. Se marchó un día de intensa lluvia. Nunca más volvimos a encontrarnos. En el barrio corría el rumor de que teníamos entre manos un amor encubierto. Para complacer el ideal moral colectivo, las muchachas debían guardar las distancias y, sobre todo, las apariencias. Dar de qué hablar solo servía para que nuestros padres se reafirmaran en la teoría de que el nacimiento de una hija los apartaba de la gracia de Dios. Ninguno de los dos se dio cuenta de que ya pisábamos arena prohibida. Seguíamos sintiendo la emoción galopante de aquel niño que dominaba las agujas del reloj.

sorayda.peguero@gmail.com

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