Clarice Lispector está sentada en su sofá con la máquina de escribir encima de las piernas. Le gusta escribir así para que sus hijos sientan que tienen una madre que cuando trabaja sigue estando accesible. Hoy la embarga “un profundo cansancio de la lucha” —los dominicanos usamos la expresión “coger lucha” para referirnos a la extenuación de las fuerzas que provoca la brega con algo o con alguien—. Digamos que esta tarde de cielo sereno y salpicado por nubes muy pequeñas y muy blancas Clarice Lispector se cansó de coger lucha. Agotada por las horas de encierro en su apartamento decide que necesita, con carácter de urgencia, un acto gratuito.
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Clarice Lispector está sentada en su sofá con la máquina de escribir encima de las piernas. Le gusta escribir así para que sus hijos sientan que tienen una madre que cuando trabaja sigue estando accesible. Hoy la embarga “un profundo cansancio de la lucha” —los dominicanos usamos la expresión “coger lucha” para referirnos a la extenuación de las fuerzas que provoca la brega con algo o con alguien—. Digamos que esta tarde de cielo sereno y salpicado por nubes muy pequeñas y muy blancas Clarice Lispector se cansó de coger lucha. Agotada por las horas de encierro en su apartamento decide que necesita, con carácter de urgencia, un acto gratuito.
Un acto gratuito, según Clarice Lispector, “si tiene causas, son desconocidas. Y si tiene consecuencias, son imprevisibles. El acto gratuito es lo opuesto a la lucha por la vida y en la vida. Es lo opuesto a nuestra carrera por el dinero, por el trabajo, por el amor, por los placeres, por los taxis y autobuses, en definitiva, por toda nuestra vida diaria, que se paga, es decir, tiene su precio”. Guiada por la necesidad de un acto gratuito, nuestra Clarice se sube a un taxi que tiene las ventanillas bajadas y le dice al conductor: “Vamos al Jardín Botánico”. No sube las ventanillas. Llega a su destino con el pelo revuelto y la carita de las que se ríen solas porque de su picardía se acuerdan. En el jardín hay árboles robustos y frágiles, hay pájaros y una fuente de la que salen borbotones de agua. Clarice se moja la cara y el cuerpo. Bebe. Calma su sed. Se va con una promesa: “Volveré un día de mucha lluvia, solo para ver el goteante jardín sumergido”.
Conozco esa necesidad. Creo que todos la conocemos y creo que cuesta menos identificarla que satisfacerla. El acto gratuito es una manifestación de libertad individual. Los sindicatos del movimiento obrero estadounidense de 1886 tenían un himno que dice: “Queremos que nos dé el sol / queremos oler las flores, / (…) trabaja ocho horas, / descansa otras ocho / y otras ocho haz lo que quieras”. En eso consiste el acto gratuito: en hacer lo que tú quieras.
Por exigencias del oficio llevo unas semanas de rutina casi monacal. Hoy el cielo está nublado. El informe del tiempo dice que será un día de lluvia y brisa. Nunca he visto mi pequeño jardín secreto goteante y sumergido. No es que sea de mi propiedad, tampoco es del todo secreto. Pero lo elegí como refugio y está en una parte de la ciudad que le confiere cierto aire de escondite. No daré muchas pistas. Diré que tiene dos entradas con puertas de hierro y un estanque con nenúfares. Qué palabra tan bella: nenúfares. Los actos gratuitos no gozan de gran consideración en las crónicas del día a día. La dictadura de la utilidad puede transformarlos en motivo de culpa. No tengo ningún reparo en decir que cuando voy a ese jardín no estoy para nadie ni cuento las horas. Me abstraigo del tiempo lineal. Tengo un mecanismo instintivo, como de resorte, que me dice cuándo debo marcharme y retomar la tarea. Y cada vez regreso distinta. Como si hubiera estado en una isla hundida en un océano de aguas diáfanas.
Hubo un tiempo en que quise apropiarme del sentido de presunción y reverencia que nuestra cultura le otorga al estrés laboral. Una de mis amigas había conseguido su primer trabajo. Llegó a mi casa con su conjunto de ejecutiva y unos tacones que dejó al pie del sillón antes de sentarse. Ella dijo: “¡Qué estrés!”. La miré con una mezcla de admiración y maravilla. Qué palabra tan importante: estrés. Quería el prestigio de ese cansancio. Saltar a las trincheras de la productividad. Que alguien me preguntara: “¿Cómo estás?”, y responder con conocimiento de causa: “¡Qué estrés!”. La vida, en su infinita sabiduría, se encargaría de darme a probar varias tazas de ese caldo.