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Faltan 40 minutos para que empiece el concierto en el Palau de la Música. Te espero sentada en un banco cercano al auditorio. Desde aquí puedo ver a Carmela, la niña de los ojos cerrados. A veces me pregunto qué pasaría si pegara mi oído al suyo, ¿qué escucharía? Quizá los murmullos de un mundo onírico, habitado por criaturas luminosas y aladas, bufones, duendes y gárgolas que cantan canciones de países desconocidos. O tal vez escucharía el eco de un zorro que le dice a un pequeño príncipe: “Lo esencial es invisible para los ojos”.
Recuerdo una secuencia de la película Amélie en la que hay un mendigo ciego a punto de cruzar la calle. Amélie Poulain lo toma del brazo y le presta su mirada. Antes de dejarlo en el quiosco que hay en la boca del metro, le va narrando al oído algunas de las escenas que encuentran en su camino, dibujándole con su voz el ajetreo cotidiano de un barrio de París.
Quisiera dibujar fragmentos de la vida que pasa y se detiene ante mis ojos. Sentarme en el banco de una plaza con un cuaderno en el regazo y un lápiz de carboncillo entre los dedos. Hace un tiempo, cuando fui a clases de dibujo, la profesora puso un botijo en el centro de la mesa y nos pidió que lo dibujáramos. Al cabo de una hora, había estrenado mi libreta con la dudosa imagen de una guanábana. No aprendí a dibujar. Soy incapaz de garabatear cualquier cosa que resulte convincente, pero creo que puedo ofrecerte un boceto de palabras.
Carmela tiene una hermosa cabeza de cuatro metros de altura y una trenza gris que repta por su nuca como una liana. Tiene la frente amplia, la boca de labios carnosos, pequeña y remarcada por hoyuelos en las comisuras. Jaume Plensa moldea lo invisible con materiales palpables. El silencio de Carmela está hecho de hierro fundido. Desde que fue parte de una exposición que se presentó hace cinco años en el Palau, enamoró a la gente del barrio. Carmela se quedó aquí por una franca necesidad de belleza. Los vecinos le pidieron al artista que por favor la dejara un poquito más.
La primera vez que me detuve a mirar una escultura de Jaume Plensa estaba en Madrid. La vi desde lejos. Tuve que recorrer un buen tramo para acercarme a su pedestal en la Plaza de Colón. Caminé hacia ella como una autómata, tratando de no perderla de vista. Sentía que esa criatura de mármol blanco me llamaba por mi nombre. Se llama Julia. Es una niña que también tiene los ojos cerrados. Las niñas de Jaume Plensa no están dormidas. Están aprendiendo a pensar. Los oídos son un puerto de llegada para la sinfonía interminable de sonidos que se produce en el exterior. De todas esas vibraciones sonoras, solo una pequeña parte recibe la atención consciente de nuestra corteza auditiva. ¿Qué es lo demás? ¿Puro ruido?
Hay tanto ruido alrededor que a menudo resulta imposible escuchar los propios pensamientos. Oír no es lo mismo que escuchar. Por eso Shakespeare le imploraba al cielo: “Haz que se apasione mi sentido del oído”. La escucha profunda exige pasión y voluntad. Es verdad que el silencio absoluto no existe, pero cuando acallamos el paisaje sonoro exterior empezamos a escuchar con el oído de adentro. Sin el silencio que favorece ese acto de introspección no podríamos crear ni cultivar una voz propia. Estaríamos condenados a seguir la cacofonía de otras voces, enajenados, como las ratas hechizadas por la melodía del flautista de Hamelín. Las niñas de Jaume Plensa cierran los ojos para escucharse a sí mismas. El silencio es un halo invisible que acariciamos mejor con los ojos cerrados.
