Leonora Carrington es una joven artista recién llegada a París. Está a punto de conocer a Pablo Picasso. Es como si a un aspirante a cura lo llevaran a conocer al mismísimo papa. “Monsieur Picasso, elle est mademoiselle Leonora Carrington”. Una vez formalizada la presentación, Picasso no pierde tiempo y le dice: “Leonora, ve a comprarme unos cigarros”. Picasso, consciente de su poderío, cree que su deseo será una orden de ejecución inmediata. Pero Leonora, consciente de cuál es su lugar en el mundo, le deja las cosas claras desde el principio: “Que vaya tu madre”.
Leonora Carrington es una amazona que galopa entre el delirio y la realidad. Pintando seres imposibles. Extrañas criaturas que no necesitan ser nombradas para existir. El surrealista Max Ernst es su “Loplop”, el hombre pájaro con el que se escapó enfrentando la voluntad de su padre. Ella es su amante, “la desposada del viento”. Hasta que los nazis interrumpen el sueño inesperado que viven en su casa del sur de Francia. El día que se llevaron a Max Ernst a un campo de concentración, en mayo de 1940, Leonora Carrington no paró de beber agua de azahar para vomitar toda su angustia. Tres meses más tarde, despertó con los pies y las manos amarradas con correas de cuero. Se preguntaba si a ella también la habían llevado a un campo de concentración. Luego se daría cuenta de que estaba en el pabellón para locos peligrosos de un sanatorio de Santander, al norte de España.
—Cuando volví a ser dolorosamente razonable, me dijeron que durante varios días me había comportado como diversos animales: había saltado a lo alto del armario con la agilidad de un mono, había arañado, había rugido como un león, había gañido, ladrado.
Si reencarnara en un animal, Leonora Carrington podría ser una mangosta. No sería muy distinta de como fue en su vida anterior: ni la serpiente más astuta podía tomarla por sorpresa. El informe oficial decía que estaba “irremediablemente” loca. Después de su estancia en el sanatorio español, sus padres trataron de enviarla a otro centro para enfermos mentales, en Sudáfrica. Ante la decisión familiar, aquella criatura indómita mostró un falso entusiasmo. Mientras encontraba una oportunidad para escapar de su cuidadora y refugiarse en la embajada de México, Leonora Carrington se convirtió en la chica buena y obediente que todos esperaban que fuera. Quería encarar la hostilidad del conformismo con habilidades de maga. Mantenerse alejada de la muerte para poder descubrir lo que vendría después.
Ayer leí las memorias que Leonora Carrington escribió sobre sus días en el sanatorio. En la portada del libro —un ejemplar que tomé prestado en una biblioteca municipal— hay una foto suya con tres amigas. La foto es de 1937, tres años antes de su descenso a los infiernos. Las cuatro amigas, jóvenes y hermosas, tienen los ojos cerrados, suspendidas en un plácido sueño de la razón. Pero todo se puede romper en un instante. Leonora Carrington lo supo cuando vio a Max Ernst marchándose de su lado, caminando de espaldas a su casa, escoltado por un guardia armado con un fusil. Varias veces interrumpí la lectura para digerir más despacio los detalles del relato. En una de las interrupciones, pensé en el hombre que se había propuesto establecer un orden nuevo, el que quería limpiar Europa de “seres impuros”. Mientras Leonora Carrington yacía en una cama, desnuda, embadurnada en sus propios excrementos, ese hombre, suelto de pies y manos, levantaba su brazo derecho para dirigir el rumbo de una epidemia demencial. Recordé la primera vez que sentí curiosidad por ese tipo de bigote mocho que acababa de descubrir en una película. Pregunté: “Papi, ¿quién era Hitler?”. Visiblemente afectado, por las imágenes que acabábamos de ver, mi padre dijo que existen dos tipos de locos: los mansos y los malditos.
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