La boca asomaba entre la barba espesa como una fruta escondida tras las hojas de un árbol. Ella se quedaba mirándola con un deseo casi caníbal. Le sudaban las sienes pensando que a Chico nunca lo habían besado. Sabía que ya no la recordaba ninguno de los hombres que quiso. Pero ahora se sentía como Neil Armstrong pisando el suelo de la Luna.
La salida de Chico del seminario era el nuevo bochinche del pueblo. Parecía claro desde su nacimiento que llegó a este mundo para amar al prójimo con sotana. Hasta que apareció en Villa Vicenza el domingo al mediodía, y a todos los curiosos que se interesaron por el motivo de su regreso les decía: “Si los caminos del Señor son inescrutables, ¡imagínense los de los hombres!”.
Para subir al campanario de la iglesia, Elena y Chico tuvieron que sortear los hoyos de las escaleras y los excrementos de las palomas que se habían adueñado casi por completo de la antigua torre.
—Primero chupe el labio de abajo. Así, mire: lo agarra con los suyos como si fueran dos alas de mariposa. ¿Usted nunca comió mango de tetera? Acuérdese de cuando éramos muchachos. Primero machacábamos el mango con la mano para que por dentro se rompieran las fibras. Después le hacíamos un agujerito para chupar el jugo. La gracia era deleitarse en el falso consuelo de que la fruta nunca se acabaría. Deje el tembleque y cierre los ojos. Lo voy a enseñar a besar con lengua.
Don Gregorio, que era maestro en la Escuela Libertad y tío de Elena, le había contado que en la saliva hay un analgésico muy parecido a la morfina, pero más fuerte. Se llama opiorfina. La cantidad que contiene la saliva de una persona es tan mínima que no llegamos a notar su efecto narcótico. Elena se preguntaba si los que se besan entran en estado de trance por los fueros del amor o por un exceso de opiorfina.
—No deje la lengua tan quieta, Chico. Tiene que moverla. Así. Fíjese cómo es la cosa. Preste atención. Tiene que pasearla por las paredes y por el cielo de mi boca. Piense en una mariposa libando néctar. ¿En el seminario no le enseñaron que las mariposas tienen lengua? Mi tío Gregorio dice que tienen una lengua larguísima y muy fina. La enrollan en espiral, igualito que el muelle de un reloj.
Se sentaron en un bordillo de la torre del campanario. Elena encendió un cigarro y Chico recobraba el aliento. A esa hora de la mañana, el zureo de las palomas se manifestaba con discreción. El sol entraba por los vitrales y empezaba a escucharse el barullo de los vendedores que arrastraban sus carritos por los adoquines de la plaza.
—Y bueno, ¿ahora sí me va a contar por qué regresó al pueblo?
El seminarista desertor sacó un papel que guardaba en el bolsillo de su camisa. Era la página de una vieja revista con la foto de una enfermera y un marinero besándose.
—Y esos dos, ¿quiénes son?
Chico dijo que la foto fue tomada en Nueva York después de la guerra. Que era una ciudad moderna y grande, donde la gente se besaba en las calles sin provocar escándalo. Había ahorrado dinero suficiente para marcharse en el siguiente barco.
—Conque Nueva York… ¿Y a qué volvió, Chico? ¿A que yo lo enseñara a no pasar vergüenza con las gringas? ¿A eso volvió?
A Elena le hubiera gustado cambiar el privilegio de ser la primera por el placer calmado de la costumbre. Esperaría a Chico cada día. Lo esperaría asomada a la reja del balcón con el corazón contento y la mirada puesta en la calle que lo traía de vuelta. Imaginaba que el amor debía ser algo así: el saludo cotidiano que llega acompañado de un beso al caer la tarde. Pero el amor no es un dios de rostro inesperado que complace peticiones. Tiró la colilla de su cigarro y maldijo su suerte.
—Venga, que ahora lo voy a enseñar a besar con rabia.