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Llegamos al lugar acordado la madrugada del 24 de junio. Aún se escuchaban explosiones de petardos y se veían en el cielo las chispas de los fuegos artificiales que celebraban la fiesta de San Juan Bautista. El aire olía a pólvora. Llevamos los alicates, una escalera y, para que nos protegiera de las fuerzas del orden, encomendamos nuestra suerte a la señora Dickinson.
A principios de este año me propuse hacer un herbario. Ya he contado que cuando era niña recolectaba hojas, piedras, plumas, ramas secas y flores. Pasaba horas en el patio de mi casa recogiendo rastros de la naturaleza que disponía en hileras sobre una tabla. Cuando mi cosecha era requisada por la mujer que me cuidaba –“¡No me traiga basura pa acá dentro!”– yo volvía al patio y repetía la operación.
Recuperé mis prácticas de recolectora sin ser consciente de que estaba insistiendo en una pasión de mi infancia. A veces regreso de mis paseos por el campo con plumas, semillas y piedras que pongo en el cajón extraíble de una mesa acristalada. También traía algunas flores que prensaba entre las páginas de un libro sin dedicarme a investigar sus nombres. Cuando vi el herbario de Emily Dickinson en los archivos digitales de la Biblioteca de la Universidad de Harvard, tuve una especie de regresión poético-botánica. Las flores dejaron de ser “esas yerbitas de ahí” o “esas florecitas tan bonitas que crecen en la orilla de la carretera”. Emily Dickinson cambió mi modo de mirarlas.
Empezó a componer su herbario en 1839, mientras estudiaba en el Seminario Femenino Mount Holyoke. Reunió más de 400 especies de flores y hojas que recogía en los bosques de Amherst. La primera coincidencia que encontré entre mi herbario y el suyo fue un lirio amarillo, un Iris pseudacorus. Luego identifiqué variaciones de familias de flores que Emily Dickinson recolectó en Amherst hace casi 200 años, y que yo he encontrado en mis pesquisas por las zonas verdes de mi ciudad. La otra noche vi que en su colección hay una magnolia. Pensé en las que empiezan a florecer estos días cerca de la iglesia Sant Fèlix. Enseguida le escribí a mi amiga y vecina, la poeta colombiana Esther Pardo.
—Mija: la necesito para una misión.
—Eso suena interesante. ¿Para qué soy buena?
—Digamos que se trata de un asunto de justicia poética. Acabo de ver una magnolia en el herbario de Emily Dickinson. ¿Tú has visto las magnolias que hay en el centro, frente a la iglesia Sant Fèlix?
—Me gusta que pienses en mí para asuntos de justicia poética. ¿Qué estás planeando?
—Podríamos ir una de estas noches. Aunque es posible que esa zona esté vigilada por cámaras. ¿Sabes si la ordenanza municipal dice algo sobre la sustracción de magnolias en el espacio urbano?
—Pero, mija, cualquier policía al que le digas que estás siguiendo los pasos de Emily Dickinson te entenderá.
—Esther, no es relajo. Tengo que llevar una escalera para alcanzar una rama con flor. Necesito que alguien la sujete mientras estoy maniobrando.
—Pues mañana, en medio del desorden de la Fiesta de San Juan, sería la ocasión perfecta.
—Me pregunto qué diría la señora Dickinson.
—Yo creo que le gustaría.
Borges decía que no conoció una vida más apasionada y solitaria que la de Emily Dickinson. “Prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y temerlo. En su recluida aldea de Amherst buscó la reclusión de su casa y, en su casa, la reclusión del color blanco y la de no dejarse ver por los pocos amigos que recibía. Además de la escritura fugaz de cosas inmortales, profesó el hábito de la lenta lectura y la reflexión”. Desde los 30 años y hasta su muerte en la primavera de 1886, permaneció encerrada en su casa, siempre vestida de blanco, horneando pan y escribiendo cientos de cartas y poemas que no publicó en vida. Por su manera de vivir, algunos la tacharon de loca o de solterona excéntrica. ¿Y qué mal puede querer para el mundo alguien así? Alguien que creía en la belleza efímera que se eterniza en la memoria como una delicada brizna de hierba.
