Rara avis

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Sorayda Peguero Isaac
02 de enero de 2017 - 02:00 a. m.
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Madame Natalie decía que las bailarinas no tienen codos. Les decía a sus alumnas que, donde la gente común tiene codos, las bailarinas tienen curvas suaves, y que tienen dedos como lirios, y brazos que se mueven como olas rizadas por la brisa, como si no tuvieran un solo hueso.

Madame Natalie es un personaje de la historia que la británica Noel Streatfeild escribió para un tomo de la enciclopedia Mis primeros conocimientos (música, dibujo y ballet). Pasé un verano completo incubando la ensoñación enfermiza que me provocó la lectura de Streatfeild. Quería pararme con los pies en punta, unas mallas blancas, un moño alto, una barra para ensayar y empapar un leotardo con la transpiración de mi fiebre. El libro, ilustrado con dibujos al carboncillo, de tapa dura y forro de tela roja, formaba parte de la biblioteca de mi tío Tomás. Se lo pedí prestado un día. Dijo que podía tenerlo el tiempo que quisiera. Entonces hice lo que mi papá me aconsejaba que hiciera con todos los libros de mi propiedad. Con mi letra de estudiante de tercero de primaria, escribí en la contraportada: Este libro pertenece a Sorayda Peguero. Jamás se lo devolví.

En la historia que contaba Streatfeild había una niña de diez años que quería ser bailarina. Había sudor, belleza, notas de piano, lágrimas y palabras en francés que yo pronunciaba con total ignorancia y desvergüenza: pirouette, fouetté, pas de bourrée, echappé. En las últimas dos páginas del libro, bajo el título “Bailarinas Famosas”, aparecían seis ilustraciones con seis apellidos: Danilova, Tallchief, Markova, Fonteyn, Alonso y Serrano. Si los pronunciaba en voz alta, la sonoridad de los nombres de Alicia Alonso y Lupe Serrano me sugería una complicidad de la lengua y el paladar que hacía que las considerara cercanas a mi idioma, a mi casa, a mi espacio geográfico.

Cuando la carrera de Alicia Alonso empezaba a prosperar, unos empresarios de Nueva York le dijeron que era conveniente que cambiara su apellido, que apostara por una variación de Alonso que sonara menos latina. Por ejemplo: “Alonsov”, que parecía ruso. “Soy latina, mis raíces son latinas, yo bailo como una latina —les respondió ella—. Estoy orgullosa de serlo y de bailar así, y no me voy a cambiar el apellido. Voy a seguir siendo Alicia Alonso”.

En septiembre de 2011, Alicia Alonso visitó Barcelona con el Ballet Nacional de Cuba. La prensa había anunciado que la Prima Ballerina cubana conversaría con el público después de la representación de El lago de los cisnes. Y así fue. Subió al escenario del Teatro Tívoli con un traje granate, los labios encendidos de rojo, el pelo recogido en un pañuelo y zapatos de discreto tacón. Yo la observaba embobada desde la cuarta fila. “Ya ustedes me conocen a mí —dijo cuando cesaron los aplausos—, ahora yo quiero conocerlos a ustedes”.

Ahí estaba Alicia Alonso, la del libro. Tenía 90 años, un andar armonioso, el mentón altivo y la espalda recta. Alicia Alonso, que empezó a quedarse ciega a los 20 años y que cuando tuvo que elegir entre la vista y el baile se quedó con el baile, seguía los sonidos de las voces que le hablaban con giros gráciles y elegantes de su cabeza. Como una rara avis de plumaje exquisito, como si no tuviera un solo hueso.

sorayda.peguero@gmail.com

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