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¿Será cierto lo que decía Borges? ¿Que una biblioteca es como un gabinete repleto de espíritus dormidos, y que para romper el hechizo tenemos que elegir un libro, abrirlo, esperar a que abandone su estado de “cosa entre las cosas” y descubrir si nos está hablando a nosotros? Borges lo llamaba “el milagro”. Puede que el otro día despertara un espíritu sin proponérmelo. Estaba buscando un libro que aún sigue extraviado. Durante la búsqueda fui a dar con otro libro, uno de cocina que me trajeron de Bogotá hace dos años. Se llama Kumina ri Palenge pa tó paraje (Cocina palenquera para el mundo). Lo abrí al azar por la página 62 y me encontré con una receta de la señora Julia Miranda Hernández: pescado guisado con salsa de coco. Jamás he visitado San Basilio de Palenque, pero nací y crecí en el Caribe. Conozco los sabores épicos del pescado con salsa de coco. El pensador chino Lin Yutang se preguntaba: “¿Qué es el patriotismo sino el amor por las buenas cosas que comimos en nuestra niñez?”. Ahí estaba mi infancia. La única patria fragante y verdadera. Resucitada por obra y gracia de doña Julia Miranda.
Permítanme divagar un poco sobre los sabores lejanos.
Creo que Francis Ford Coppola no podía adivinar si sería recordado por hacer la peor película de mafiosos de la historia, pero sabía que los espectadores, por muy disgustados que salieran de las salas de cine, estarían dispuestos a ofrecerle un instante de gratitud —y hasta la absolución— a cambio del secreto para preparar unos buenos espaguetis con albóndigas. Así que incluyó la receta en una escena de El padrino: “Mira, empiezas con un poco de aceite de buena calidad —le dice el sicario Peter Clemenza a Michael Corleone—. Después fríes algo de ajo. Luego echas pasta de tomate y lo cocinas todo, asegúrate de que no se pegue. Dejas que hierva, añades tus salchichas y tus albóndigas, ¿eh? Y un poco de vino. Y un poco de azúcar, ese es mi truco”.
Puedo imaginar a los italianos expatriados saliendo de los cines de Nueva York silbando la melodía compuesta por Nino Rota. Puedo imaginarlos saboreando la nostalgia de los espaguetis que les preparaba la nonna. Hubo un tiempo en que los inmigrantes se despedían de los suyos para siempre. Sin email, Skype, WhatsApp y demás prodigios del siglo XXI, el único pasaje de regreso que podían permitirse era la comida. Es probable que muchos de los italianos que vieron el estreno de El padrino aquella primavera de 1972 pertenecieran a esa generación de inmigrantes: los que se marcharon para no volver.
Una mujer muy joven, casi adolescente, me pidió consejo sobre la aventura incierta de emigrar. Aunque no me siento capaz de ofrecer consejos útiles respecto a este tema, me dio por hablarle de las tres cosas que más extraño. En primer lugar, la familia —en ese aspecto soy muy Corleone—, los amigos y la comida. La comida no suele ocupar un puesto estelar en la lista de las pérdidas previstas por el futuro inmigrante, sobre todo si el país de acogida goza de buena fama gastronómica. Pero, créanme, la nostalgia que uno llega a sentir por los sabores lejanos no es ninguna frivolidad. Una vez, en Barcelona, vi a un cubano conmovido hasta las lágrimas mientras se comía un plato de sancocho. Me quedé mirándolo con la complicidad de los que se reconocen a sí mismos en una pena ajena. No necesité preguntarle por el motivo de su emoción. De todos los que estábamos sentados en la mesa, él y yo éramos los únicos que lo sabíamos.
sorayda.peguero@gmail.com
