Doña fina —andaluza que vive en Cataluña desde los años 50, viuda, devota de la Virgen del Pilar y fumadora sin miedos ni culpas— quería aprender palabrotas dominicanas. Lo intenté con tres expresiones: maldito, degraciao, azaroso.
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—¿Esos son los tacos que decís en tu tierra? —su risa explotó como un globo lleno de confeti.
—En realidad, los hay peores, mucho peores. Pero usted podría ser mi mamá. Es más, sin mucho apuro, usted podría ser mi abuela. Es contra natura.
Ante la insistencia de doña Fina, que ni por el diache me dejaba retomar mi camino, escogí una malapalabra compuesta. Pensé que así resultaría más convincente. Además, me pareció interesante el uso de una malapalabra con fines didácticos y poder saborear el placer infantil de lo prohibido fuera de un contexto que haría que mis ancestros se llenen el pecho de cruces.
—¿Qué has dicho? —me dijo con una risita malévola.
—Usted oyó, doña Fina, no se haga.
Primero despacio, y cada vez más rápido, y cada vez más alto. Aquel verano, recostada en la barandilla de su terraza, doña Fina parecía una cotorra que celebraba la puesta de sol con una malapalabra extranjera: su grano de alpiste.
Conversaciones como esa, y otras más o menos banales, siempre tienen lugar en la acera del frente de su casa. Ahí la encuentro alimentando a la comunidad de palomas que ha decidido amparar —una afición que le viene acarreando discusiones con los vecinos— o sentada en una silla bajita, con su perro Draco tumbado muy cerca de ella. A veces, si no está en su puesto de vigía, imagino que está viendo la telenovela de la tarde, pero justo antes de girar en la esquina la escucho voceándome: “¡Adiós, guapa!”. Doña Fina nunca me llama por mi nombre.
—Nena, estaba por preguntarte una cosa, ¿tú qué sabes del satisfei?
Todo empezó cuando Petra Martínez recibió el premio a la mejor actriz protagonista por su papel en la película La vida era eso. En la ceremonia de los Premios Feroz, la española de 77 años dijo unas palabras que entraron en la cabeza de doña Fina con aires de vendaval: “Hay muchas cosas que las mujeres no sabemos, algunas de mi edad”. Y habló de un descubrimiento reciente en su vida, un juguete sexual al que se refirió como “el satisfeison”. También habló de una “palabrota” que doña Fina les oía decir a las monjas del Sagrado Corazón acompañada de otras como ceguera, infierno o vicio. “La masturbación está totalmente silenciada, y yo lo hago tres o cuatro veces al día”, dijo la actriz.
A Petra Martínez le dio por pensar seriamente en el tema porque en una escena de La vida era eso debía masturbarse delante de las cámaras. Al principio dijo que no lo haría, y es que, válgame Dios, esas no son cosas que hacen las mujeres de su edad, ni siquiera cuando nadie las ve. “Es una palabra y un hecho que estaba como castigado por la sociedad, y más si eres una mujer de 70 años”.
Cuando dejó de considerarse un pecado mortal para convertirse en un delito menor, los muchachos exploraron los caminos del propio placer y el asunto se trató con naturalidad. ¿No se supone que, como todos los varones, tarde o temprano el niño siente esa pulsión? En cambio, para las muchachas, parece que esos caminos habían sido señalados con un letrero de “Prohibido el paso”. No se hablaba en tono de broma de la adolescente que pasaba más tiempo que de costumbre encerrada en el baño “porque estaba en la edad”.
El imaginario colectivo asume que a partir de los 70 años todas las mujeres entierran su libido. Una idea escasa de razonamiento lógico que no tiene la liviandad de un rumor pasajero: se arrastra por generaciones como la maldición de la Llorona. Esta idea puede aceptarse con resignación o puede desbaratarse un sábado por la noche, mientras se escucha a una señora hablando claro y con júbilo de su capacidad de sentir placer.
Para evitar problemas de pronunciación, después de que la ayudara a encargarlo y a leer las instrucciones, doña Fina bautizó su Satisfyer con el nombre de un galán que le recuerda emociones gratas. La elección no estuvo fácil. A punto de abandonar la misión, le sugerí que le fuera cambiando el nombre por temporadas, pero no le pareció apropiado.
—¡Nena, ya sé cuál!
—¿Cómo se llama el elegido?
—Luis Miguel.
—¿El cantante?
—¡No! El torero.