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A mi papá se le ocurrió fundar un equipo de softbol llamado Los Añejos. Dibujó el logo del uniforme en un fólder amarillo: una A cursiva escrita con la caligrafía delicada que le enseñó su maestra Fabiola. Todos los integrantes del equipo eran hombres mayores de 40 años. Yo estaba empeñada en no perderme un solo partido, sobre todo si se celebraban en el play grande. El mar estaba muy cerca. Mami siempre me prestaba un abrigo azul para que me protegiera del sereno. Ayer, cuando volví a sentarme en las gradas del campo, la visión de un grupo de niños jugando béisbol me devolvió una imagen distorsionada de aquellos años. Por un momento pensé que papi y sus amigos seguían aquí, dando carreras para alcanzar el home, insistiendo en la ilusión de una juventud extendida, como en un poema de Frank Báez:
A veces cuando corro por los senderos / me esfuerzo por dejar atrás a los / cuarentones y a los cincuentones, / tratando de alcanzar a los treintañeros / y tal vez a los veinteañeros, hasta que / comprendo la vanidad del intento / y retrocedo a correr cerca de los de mi / edad, diciéndome que no se puede / retornar al cuerpo que tenías.
Me conmueve la honestidad y la belleza que hay en el juego de estos niños. Su falta de consciencia respecto a la brevedad de la vida los mantendrá a salvo durante un tiempo. El único dios al que le rendirán pleitesía será el asombro. Y esa emoción de descubrir el mundo desde los cimientos no volverá a repetirse. No como ahora. No con la misma intensidad.
La idea del retorno imposible dio vueltas en mi cabeza como un abanico de cuatro aspas. A las novias les regalan algo viejo para que no pierdan el vínculo con sus orígenes. También les regalan algo prestado, algo nuevo y algo azul. El azul es el color de la distancia. Ese espacio que hay entre quienes somos y quienes fuimos, entre el lugar donde nos encontramos y aquel que hemos dejado atrás, solo puede recobrarse siguiendo el rastro de la memoria.
Mi predilección por el play grande tenía que ver con el mar y con la hora de la tarde en que el Sol se sumerge en él. Hace mucho tiempo, alguien me preguntó si los isleños no sentimos miedo de quedarnos atrapados en una porción de tierra. No se me ocurre pensar en el mar como un muro infranqueable. La memoria sensorial de los primeros años es poderosa y, en algunos casos, llega a conservar su agudeza. El mar se presentaba ante mí como una puerta abierta a la imaginación, algo que está ahí para ser observado con deseo. Pero no con el deseo de poseer lo que no puedes alcanzar. En cuanto pude cruzar al otro lado supe que prefiero contemplarlo desde aquí, aceptando con reverencia que este mar es mío, de todos, de nadie.