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“Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa”. Antoine de Saint-Exupéry
El anuncio aparecía publicado en la sección de pedidos y ofertas: “Hombre joven se ofrece por medio día para contribuir con la felicidad de la sociedad en que vivo”. Aída Bortnik sostenía la revista con las dos manos, presionando las páginas interiores con los pulgares para evitar que las agitara el aire del ventilador. Después del accidente que sufrió viajando en un autobús, la guionista argentina seguía tumbada en la cama, con un yeso que empezaba en su tórax y que acababa en una de sus piernas. Sometiéndose a las cirugías que requería su recuperación y esperando que los médicos respondieran la pregunta que ella tantas veces repetía: “¿Voy a volver a caminar?”.
Una larga convalecencia es como un dragón con el que hay que luchar a diario para conjurar la amargura. Aída Bortnik tenía 20 años. Cuando no estaba leyendo, hacía collares con una amiga que salía a venderlos y regresaba más tarde para repartir las ganancias. Quería escribirle a ese joven interesado en colaborar con la felicidad común. Le envió una carta que no recibió respuesta. El joven del anuncio pensó que sería mucho mejor aparecerse en su casa sin avisar. Se llamaba Julián Delgado. Aída Bortnik decía que era flaco, muy bello y muy pálido. Una vez le preguntó por esa piel suya tan descolorida. “Camino por la vereda de la sombra”, le dijo él. Las visitas del amigo periodista fueron cada vez más frecuentes y cada vez más largas. Así pasaron cuatro años. Ella tumbada en la cama, él sentado en el borde. “Y hablábamos sin parar, nos queríamos mucho. A su casamiento fue al primer sitio que fui cuando pude caminar”.
Hay detalles que quedan fuera de los márgenes de este relato. El prólogo de una amistad es una especie de cortejo amoroso, un tanteo en el que los aspirantes se observan y, sobre todo, se escuchan; no de forma vaga o distraída, sino con las cualidades de la atención que le dedicamos a lo que deseamos conocer y preservar. La manera en que Aída Bortnik y Julián Delgado aprendieron a domesticarse es material exclusivo de las partes comprometidas. Pero un zorro y un pequeño príncipe nos contaron hace tiempo cómo se hace. Antes de aceptar la amistad del principito, el zorro quiso explicarle un concepto básico: ¿qué es domesticarse o crear lazos?
“Mi vida es monótona. Yo cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres se parecen. Por lo tanto, me aburro un poco. Pero si tú me domesticaras, mi vida sería radiante. Conocería un ruido de pasos que será diferente a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconderme bajo tierra. Los tuyos, en cambio, me harían salir de mi madriguera; serían como una música”.
El zorro y el principito crearon su propia música. Una que no se parecía a ninguna melodía inventada por otros mortales. Se concedieron el tiempo necesario para elegir sus propios ritos y descubrir su individualidad, hasta que uno y otro se sintieron capaces de reconocerse en medio de una multitud de zorros y pequeños príncipes de cabellos rubios.
La búsqueda de ganancias inmediatas desafía hasta las formas de afecto más bellas. El otro día, cuando leí el anuncio de un servicio de alquiler que ofrece amigos y amigas en varias ciudades españolas para conversar, cenar en un restaurante o ir al cine, recordé la parte profética de aquellas palabras que dijo el zorro: “Sólo se conoce lo que uno domestica. Los hombres ya no tienen tiempo para conocer nada. Compran las cosas ya hechas a los comerciantes”.
