El primer enano que vi en mi vida se llamaba Nelson Ned. Mi papá tenía un disco suyo donde aparecía retratado con un porte gallardo y una medalla grabada con la inicial de su nombre. Papi compró ese disco por una canción que le recordaba un amor del pasado. Él no sabía que yo lo sabía. Empezaba a cultivar mi habilidad para hacerme la muerta y ver qué entierro me hacen. Entretanto me inquietaba no saber cuánto podía durar el estado melancólico que me apartaba de su mundo. Papi repetía la canción tantas veces… La cantaba bajito, alternando los versos con sorbos de Johnnie Walker.
Un día se sublevaron mis celos y me acerqué a preguntarle: “Pero, papi, ¿otra vez?”. Nelson Ned decía en su canción que había enviado miles de cartas a una indiferente que no le correspondía. El pobre desgraciado hasta robó rosas de un jardín para la causante de su angustia. “Y si las flores pudieran…”. Toda su esperanza puesta en que ocurriera un milagro: que las rosas hablaran por él.
El lenguaje de las flores era un código para enamorados. Algunos lo usaban para expresar lo que no podían decir con palabras por causas de fuerza mayor o franca timidez. El método obtuvo gran popularidad durante el siglo XIX y principios del XX. Gracias a la floriografía sabemos que las rosas, si son rojas, significan amor apasionado. Según la mitología griega, la primera rosa fue creada cuando la diosa Cloris resucitó el cuerpo de una ninfa que encontró sin vida en el bosque. Después llegó Afrodita para dotarla de belleza. Las tres Gracias le dieron su encanto. El dios del vino la bañó con su perfume y Apolo la hizo florecer.
La mensajería instantánea ha perjudicado el uso de la floriografía. Si las floristerías sobreviven es gracias a los eventos sociales y a la resistencia de cierta gente. Gente más bien singular, que no solo insiste en decir lo que siente con flores, sino que a veces consulta su simbología para asegurarse de transmitir el mensaje adecuado. No hay que desdeñar dichos conocimientos. Si alguien recibe un ramo de gladiolos puede significar que quien lo envía tiene el corazón atravesado por una espada. Situación que requiere de una respuesta urgente, así sea por humanidad. Las lilas son apropiadas para festejar el gozo de un primer amor y las azaleas para lanzarse al vacío y decir de una vez: me gustas.
Existen rosas con particularidades sorprendentes. “Te voy a contar la historia de la vida de una flor”, José Moreno Villa se lo dijo a su amigo Federico García Lorca. El poeta, siempre interesado en las rarezas de este mundo, parecía un niño a punto de conocer el secreto de un truco de magia. Algo de magia había en el asunto. Moreno le contó a Lorca que, en un día, la rosa mutabilis florece, cambia de color y muere cuando se asoman las primeras luces del anochecer. Lorca concibió una idea para su próxima obra teatral después de aquella conversación. La rosa mutabilis es parte del elenco que recrea el drama de doña Rosita, la soltera de Granada que en una escena de la obra dice con amargura: “Como que no hay cosa más viva que un recuerdo. Llegan a hacernos la vida imposible. Por eso yo comprendo muy bien a esas viejecillas borrachas que van por las calles queriendo borrar el mundo, y se sientan a cantar en los bancos del paseo”.
Solo el tiempo me haría comprender que algunos recuerdos son como la dulce repetición de una pena, un disco que la punta de una aguja hace sonar en el pecho una y otra vez, y otra vez, ¿y otra vez? Otra vez.