Un hombre se obsesiona con una mujer. Ronda su casa. Pregunta por ella. Se pasea por los caminos que ella anduvo. Charlotte. Charlotte. Charlotte. Su nombre es un anzuelo que lleva atravesado entre el pecho y la espalda.
El flechazo fulminante ocurre en Berlín. ¿Será cosa del destino? No lo sabe. Simplemente se deja llevar por una emoción perturbadora, una obstinación de la que no puede desprenderse.
La fascinación de David Foenkinos por Charlotte Salomon fue instantánea. Desde que una amiga lo invitó a visitar una exposición de la pintora alemana de ascendencia judía, Foenkinos no dejó de pensar en ella. La artista, que vivió entre 1917 y 1943, tuvo una vida desdichada. La bruma del suicidio perseguía a su familia. Una tía materna, una prima, su madre, dos tíos abuelos, su abuela. Con una cuerda alrededor del cuello o con un salto al vació. Todos eligieron abrazarse a la muerte.
La joven Charlotte empezó a dibujar en 1933. Los nazis babeaban de furia. Ella se sentía sola y marginada. Dibujaba para exiliarse del odio. Decían que su presencia ofendía la vista. En los cafés, los parques, los teatros y el colegio. Decían que su sangre era impura. Decían tantas cosas que Charlotte no sabía qué pensar. Cuando llevó sus dibujos a la Academia de Bellas Artes de Berlín, un profesor llamado Ludwig Bartning quedó impresionado. Las reglas del centro de enseñanza eran especialmente estrictas con los judíos, pero el profesor Bartning logró convencer a la comisión de la Academia para que aprobaran su ingreso. Y su protegida no lo defraudó.
Volvamos a David Foenkinos, el hombre que en 2014 publicó su novela soñada, la que siempre quiso escribir: Charlotte. En sus páginas, el escritor francés hace un recorrido por la vida de la pintora. Cuenta que en 1938, cuando Charlotte Salomon ganó el concurso anual más esperado de la Academia, le arrebataron la posibilidad de recibir el premio. La razón no fue otra que su origen judío. También cuenta que, ese mismo año, los nazis detuvieron a su padre durante una cena familiar; y que, cuatro meses después de su detención, el padre regresó transformado en el fantasma del hombre que fue antes de entrar en un campo de concentración. Por aquellos días, el doctor Salomon tomó la decisión más dolorosa de toda su vida: su única hija tenía que abandonar Alemania.
Así fue como Charlotte Salomon se marchó de Berlín: con el semblante tranquilo —para no atraer el olfato de los nazis—, llorando por dentro y enamorada de su primer y más grande amor. Él le murmuró diez palabras de despedida. Muy bajito. Los labios rozando el lóbulo de su oreja: “Ojala no se te olvide nunca que creo en ti”.
En una casa de la Costa Azul, Charlotte Salomon empezó a crear ¿Vida? ¿O teatro?, que es toda su historia, todo el sufrimiento y la belleza que albergaba su memoria, su vida entera. Pintura, escritura y música. La obra de Charlotte Salomon es un universo visual, reflexivo y sonoro. Un universo al que dedicó dos años de labor frenética. Como si presintiera lo que le esperaba después. La detención. La marcha sin despedida. La criatura que no pudo alumbrar. El gas. La asfixia. La oscuridad. El fin.
Antes de la última desgracia, a los 26 años, Charlotte Salomon comprendió que había una única cosa que podía hacer para recomponer los pedazos de su existencia rota. Solo una: arte.
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