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Insisto en mi fantasía de tatuarme un poema de Ida Vitale. El dolor sigue siendo mi mayor inquietud. Me pregunto si se pueden diluir unas gotas de anestesia en la tinta, insensibilizar la zona con hielo o aspirar los vapores de una infusión de hierbas alucinógenas. Si pudiera reunir suficiente coraje, me presentaría en un estudio y le mostraría al tatuador, o tatuadora, una hoja de libreta con mi parte favorita del poema. Así, previendo que cuando la osadía entre por la puerta el valor salte por la ventana, me aseguraría de empezar por el final: “Descubrir por ti misma otro ser no previsto en el puente de la mirada”.
Lo difícil es salir al encuentro de ese ser no previsto. Quién sabe lo que nos aguarda en la oscura noche de lo desconocido. Cuántas torres podrían derrumbarse y cuántas ataduras y convenciones quedarían sepultadas debajo de los escombros. Da miedo. Pero la tentación se presenta descarada, apasionante. Como escribió Rebecca Solnit, aquello que desconocemos por completo es lo que necesitamos encontrar, y encontrarlo es cuestión de perderse, de poner un pie en Terra incógnita. ¿Quién no querría asomarse a un lugar con un nombre tan sugerente?
Estaba pensando en Betty Broadbent, en el día que conoció a Jack Red Cloud en el paseo marítimo de Atlantic City. Betty no pudo disimular. El cuerpo de Jack parecía un lienzo pintado por el Bosco. Se quedó mirándolo como si fuera el conductor de una carroza de dulces. Estuvieron hablando un rato. Antes de presentarle a su tatuador, Jack tenía que asegurarse de que Betty conocía las implicaciones del procedimiento. “¿Estás segura? Tienes que saber que es doloroso”. “Valdrá la pena”, le dijo Betty. “¿Y si te arrepientes? Es más fácil deshacerse de una verruga que de un tatuaje. No podrás borrarlo”. Betty Broadbent desafió las convenciones estéticas de los años 20 adornando su piel no con uno, sino con cientos de tatuajes. Tenía la cara del aviador Charles Lindbergh en una pierna, la de Pancho Villa en la otra, un águila con las alas extendidas sobre sus hombros, una Madonna y su hijo en la espalda, damas orientales, golondrinas, querubines, estrellas y flores. El público que iba a los espectáculos en los que exhibía su cuerpo, como si se tratara de una obra de arte, empezó a llamarla la Venus tatuada.
Una fotógrafa que participó en un taller de Rebecca Solnit llevó la pregunta de un filósofo a una de sus clases: “¿Cómo emprenderás la búsqueda de aquello cuya naturaleza desconoces por completo?”. Solnit pensó que era una de las preguntas esenciales para la vida. Porque son las cosas que deseamos las que nos transforman, y no siempre sabemos qué nos espera al otro lado de esa transformación. En El arte de perderse, Solnit reflexiona sobre la capacidad de identificar el papel de lo imprevisto. Sugiere una complicidad con el azar que nos permita reconocer la existencia de misterios y lugares a los que no llegaremos mediante planes y cálculos. “Deja la puerta abierta a los desconocido, la puerta tras la que se encuentra la oscuridad. Es de ahí de donde vienen las cosas más importantes, de donde viniste tú mismo y también a donde irás”.
Antes de llamar a mamá, como parte de mis entretenidas maniobras de provocación a distancia, me tomaré unos minutos para anticiparme al inminente escándalo: “¡Un tatuaje! ¿Te estás volviendo loca?”. Le diré que pienso hacerlo pronto, que mañana mismo voy a visitar un estudio con una hoja de libreta que incluya el poema completo: “Por años, disfrutar del error / y de su enmienda, / haber podido hablar, caminar libre, / no existir mutilada, / no entrar o sí en iglesias, / leer, oír la música querida, / ser en la noche un ser como en el día. / No ser casada en un negocio, / medida en cabras, / sufrir gobierno de parientes / o legal lapidación. / No desfilar ya nunca / y no admitir palabras / que pongan en la sangre / limaduras de hierro. / Descubrir por ti misma / otro ser no previsto / en el puente de la mirada. / Ser humano y mujer, ni más ni menos.”.
