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Tu mamá me dijo que eras del tamaño de un pequeño pez. Estabas creciendo en el cálido refugio de su panza, ajeno al reperpero de este mundo. Tenía dos nombres para ti. Carlos, por tu abuelo. Seguido del nombre que él mismo escogió para uno de sus hijos: Vantroi. Cuando supe de tu llegada, empecé a poner palabras en un cofre. Serás un niño hispano y negro en Estados Unidos. Un país que arrastra el viejo mito de la jerarquía del color. Antes de que tengas la edad adecuada para esa charla, quiero regalarte estas palabras. Te pido que no las olvides. Están en un cofre minúsculo. A Francis Drake, un pirata del que espero poder hablarte algún día, le hubiera servido para guardar siete pepitas de oro sacadas del río Haina. Esa fue la primera palabra que escogí para ti. En Haina, pueblo de caña y mar, comienza la memoria de tu vida.
Los primeros esquejes de caña vinieron en el barco que trajo al almirante en su segundo viaje. Crecieron rápidamente. Al principio fue solo un ensayo. Los ingenios empezaron a moler cuando se agotaron el oro y las vidas de los últimos nativos. En los cañaverales, desde una distancia adecuada, verás cómo las hojas encaramadas en los nudosos tallos les hacen cosquillas a las nubes. Las nubes, con forma de perro pequinés, de centauro o de caimán dormido, se van moviendo de lugar porque no aguantan tanta risa.
Entre los tallos dulces crece el fogaraté, vestido aterciopelado de flores y semillas que te arde en la piel si lo rozas. Bien lo sabían tus ancestros. Los trajo el mar desde la lejana África para sembrar y cosechar la caña. Los que mandaban en la isla preferían a los bozales. Bozal viene del latín bucca, boca. Hombres y mujeres secuestrados en diferentes pueblos del continente africano. Sin conocimientos del idioma ni de las montañas de este trópico sinuoso. Como los bozales no hablaban otra lengua que la materna, la que aprendieron en Guinea, Senegal o Angola, era difícil que pudieran comunicarse entre ellos y armar revueltas en contra de sus opresores. Tenían un precio. Diego Colón pagó 50 ducados por cada esclavo que compró para su ingenio. A los que se sublevaban los llamaban cimarrones. Los cimarrones corrían por los montes hasta alejarse de la plantación. Respiración agitada, pies descalzos, llanto de niños, sudor resbalando por los surcos que dejó el látigo en la espalda, invocación a sus dioses en los cruces de caminos, la sed. Si cierras los ojos escucharás el sonido de las pisadas como toques de tambor.
El tambor es una voz que te llama desde el pasado. Rítmico golpeteo de mano abierta. A veces es triste, como el lamento de un animal herido. Otras veces es rabiosa y demandante. Alegre como un bembé en el barracón. Acompañarás esa voz con cada latido. El sonido viene de afuera, pero es adentro donde se siente. El cuerpo es caja de resonancia que se estremece con cada toque. Te lleva. El tambor te lleva. Las almas de los que no dejaron de mirar el mar celebrarán la música de tu primer llanto. Tú eres su sueño más salvaje. Repetirás conmigo: Haina, caña, fogaraté, bozal, ancestros, cimarrones, bembé, tambor.
Bienvenido a casa.
