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¿Cómo sería el paraíso si pudiera realizarse en la Tierra? Recuerdo un programa de entretenimiento que se emitía los sábados al mediodía en un canal de televisión. Una parte del estudio se transformaba como por arte de magia en unos grandes almacenes. Tres señoras, elegidas al azar entre el público, irrumpieron un día en escena empujando carritos de compra. “¡Música, maestro!”, dijo el presentador para anunciar que las señoras podían llenar sus carritos con todo lo que quisieran en un plazo de 10 minutos. “¡Qué felicidad! ¡Esto es el paraíso!”, exclamaban sonrientes, complacidas de que las puertas del cielo se abrieran para ellas de par en par.
Como ya se sabe, a veces es más lo que se desea que lo que se tiene. De vez en cuando dejo que mi memoria vague por un lugar donde convivían el ingenio y el gusto por la vida. Un lugar donde la posibilidad de adquisición era reemplazada por el aprovechamiento de objetos que fueron salvados de un desuso ordinario.
Primero les hablaré de la familia Salazar y su prole integrada por tres chicas y tres chicos. La casa de los Salazar era vecina de la de mi abuelo. Con la excusa de perseguir insectos que merodeaban por la empalizada, trataba de averiguar qué se traían entre manos los varones de la familia. Una vez les dio por robustecer sus cuerpecitos adolescentes. Llenaron dos latas de aceite con una mezcla de cemento gris, arena y agua. Antes de que se secara la mezcla, introdujeron las puntas de un tubo en cada una de las latas. Se dedicaron a la fabricación de un juego de pesas del que no lograron sacar gran provecho. Al final del verano seguían igual de enclenques.
Cerca de la cabecera del puente vivía la modista. El suelo de su taller era un tapiz apasionante. Había retazos estampados con flores, de texturas suaves, lisos o con adornos de mostacillas, algunos muy finos, como los brocados que se usan para los vestidos de novia. Las niñas del barrio solíamos visitarla para reunir material. Así renovábamos los armarios de nuestras muñecas. De buenas a primeras, la costurera nos daba un paquetito de telas que no alcanzaba ni para vestir una Barbie con un conjunto de minifalda. ¿Qué pasaba? Que doña Luz, distinguida catequista del pueblo, se había hecho con el monopolio de los retazos. Sentada en la galería de su casa, seguía el ir y venir de una aguja a través de sus enormes lentes caco e botella. Pasaba largas horas cosiendo rositas que iba acumulando en una funda de almohada y que luego comenzó a unir entre sí. Pronto empezamos a verla con las piernas cubiertas por un faldón de rosas que se multiplicaban como si les estuviera echando abono. Al cabo de unos meses, la labor culminó en una colcha de espectacular composición y colorido.
¿Y qué decir del patio de la señora Blanca? Con ese despliegue de macetas hechas con latas de salsa de tomate y leche, pintadas con los vibrantes tonos de la paleta tropical. En la fachada de su casa había un letrero que decía: “Cuidado, hay perros”. De camino a la escuela, soportábamos los ladridos de la manada babeante y furiosa para asomarnos al interior del vergel que la señora Blanca había construido con sus manos.
Los domingos por la tarde, cuando los muchachos se sumergían en las aguas del mar Caribe para aprender a nadar, se amarraban una guirnalda de galones plásticos alrededor de la cintura. Viendo cómo se alejaban de la orilla con los brazos extendidos, los pescadores debían confundirlos con pequeños cetáceos cargados con una extraña mudanza. Lo que acabo de contarles ocurrió hace mucho tiempo, en un lugar muy tórrido y muy lejano.
