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Traigo de todo

Sorayda Peguero Isaac

16 de mayo de 2020 - 12:00 a. m.

Cuenta la leyenda que una peste azotaba el pueblo de Portobelo. Era una mañana fresca y luminosa. La hora del jolgorio de los pájaros. Los pescadores esperaban, con el torso y los pies desnudos, a que se repitiera la ofrenda del mar. Alcanzaron a ver una caja de madera flotando en la superficie. La llevaron a la orilla y se apresuraron a averiguar qué había dentro. Encontraron un Cristo negro que en la cara tenía pequeñas gemas de sal y una expresión suplicante, como de pena. ¿Acaso era la pena de los esclavos que traía el mismo mar? Si el viaje había sido largo y tormentoso hasta llegar a la costa panameña, y qué rumbo había tomado el barco que lo perdió –si es que lo perdió–, los pescadores no lo sabían. Lo llevaron a hombros a la iglesia de San Felipe, donde parece que el Cristo negro encontró un altar a su gusto: los santos nunca se quedan donde no se sienten bienhallados. Cuenta la leyenda que aquel 21 de octubre la peste se terminó. Desde entonces, y partir del día 15, empieza la romería de los devotos que visitan la iglesia de San Felipe cada año. Algunos llegan descalzos, vistiendo una túnica morada con apliques dorados, en ayunas, con lágrimas en los ojos y las manos llenas de flores.

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Ismael Rivera se quedó mirándolo entre sollozos. De rodillas. Era su primera vez. El Cristo también lo miraba, “bien fijo”, como si lo conociera. “Y no me interesa si la gente me cree o no, pero a uno, a veces, le pasan estas cosas en la vida, y bueno… Y por eso le canté al Nazareno, que es un Cristo negro como yo, y le canté esa canción que ahora es famosa y que no es más que un canto a la amistad, a la hermandad de mi gente, mi raza y mi pueblo, porque yo no puedo cantar más que estas cosas que son las que siento y vivo”.

Se mantuvo fiel a la cita hasta que lo abandonaron sus fuerzas. Los lugareños no se extrañaban al verlo, cada 21 de octubre, cargando la imagen del Cristo con su capa de príncipe africano, limpiando la iglesia, barriendo los caminos, dedicándole al Nazareno su soneo singular, de zigzagueantes pregones sazonados con apelativos cariñosos: al “negrón”, al “negrito lindo”; y sus alabanzas: “¡Qué viva el Cristo negro de Portobelo!”. Ismael Rivera llevaba el toque de un reloj en las venas, y a veces un poco de veneno. Le contó a César Miguel Rondón que siempre había sido un “malandrito”, que en la calle Calma de su barrio de Santurce, en la costa norte de Puerto Rico, había un reloj que lo despertaba cada mañana: “pum qui pum…, pum qui pum…”. Y había un amigo que le hablaba bajito de su destino: “Tú has nacido para cantar”.

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Lo empujaba el deseo de que su canto traspasara el cerco del arrabal. Lo que Ismael Rivera vivía a diario, en sus años adolescentes, cuando trabajaba como ayudante de albañil con la cuadrilla de su abuelo, era el querer y no poder de su gente marginada, ansiosa como él por cantar sus penas al son de los cueros de Rafael Cortijo, su amigo entrañable y cómplice de correrías rumberas. “Había hambre”, le decía Ismael Rivera a César Miguel Rondón. El hambre de hacerse visible y de bailar descalzo sobre los cristales rotos de una herencia de belleza y sufrimiento. En la playa, con los cueros de Cortijo galopando al viento, empezó el viaje que arrancó en Santurce y que avanzaba como una procesión de santos sincréticos por las costas del Caribe hasta llegar a la fría urbe del norte. Sin miedo a la oscuridad. Maelo traía de todo.

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sorayda.peguero@gmail.com

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