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Un gran día para Marguerite

Sorayda Peguero Isaac

15 de abril de 2018 - 09:00 p. m.

Marguerite y su hermano Bailey acababan de regresar al sur. Mientras que Bailey hablaba con desparpajo de las aventuras que había vivido en San Luis, su hermana permanecía callada, ajena a la intensidad de los colores y a las cosas concretas. Para ella los sonidos eran murmullos distantes, y los nombres un reguero de letras que se agitaba en su cabeza como bolas de bingo. Marguerite Annie Johnson, que después sería conocida como Maya Angelou,  escritora, activista, cantante, bailarina y poeta, arrastraba el lastre de una infancia rota. 

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—Durante un año, anduve como alma en pena por la casa, la Tienda, la escuela y la iglesia, como una galleta vieja, sucia e incomestible. Después conocí, o, mejor dicho, llegué a conocer a la señora que me arrojó mi primer salvavidas.

Bertha Flowers era la más hermosa de todas las mujeres que Marguerite había visto en el norte y el sur. Parecía salida de una novela inglesa, como esas damas de apellidos pomposos que tomaban una taza de té tras otra y leían libros finamente encuadernados. Pero la señora Flowers tenía algo que ninguna de ellas podría alcanzar: su piel era de un negro intenso y lustroso. Marguerite la miraba de reojo y se sentía orgullosa de ser negra. Caminaba a su lado, bajo un sol de plomo, llevando las bolsas de víveres que la señora Flowers acababa de comprar en la tienda de Annie Henderson, la  abuela de Marguerite. “He oído decir que eres muy aplicada en la escuela, Marguerite, pero solo por escrito. Según cuentan los maestros, les cuesta hacerte hablar”. 

Marguerite fue violada por el novio de su mamá. Por eso, ella y su hermano volvieron al pueblo yermo de su abuela paterna. Después de las fiebres, el hospital, los sorbos de sopa que bajaban por su garganta como piedras, el juicio en los tribunales —tan bochornoso para una niña de ocho años— y el misterioso asesinato del violador, la única persona que seguía escuchando su voz era su hermano Bailey. Marguerite pensaba que revelar la identidad del hombre que la violó fue lo que provocó su muerte. Y si ella, con su voz, era capaz de matar a alguien, prefería guardar silencio para siempre.

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Le gustaba cómo sonaba su nombre en la voz de la señora Flowers. Mar-gue-ri-te. La pronunciación era suave y cadenciosa, como el sonido de las botellas que las viejas colgaban en las ramas de los árboles. La señora Flowers la invitó a entrar en su casa. Le ofreció bizcochos de vainilla y limonada fresca que había preparado especialmente para ella. Le dio algunos consejos: debes ser intolerante con la ignorancia y comprensiva con la incultura. No olvides que hay personas que nunca han ido a la escuela y que aun así son más inteligentes que catedráticos de universidad. Presta mucha atención a los refranes que repiten las abuelas, están llenos de sabiduría. 

La señora Flowers buscó un libro en las estanterías de su sala y leyó para Marguerite: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. Marguerite había leído Historia de dos ciudades, sabía que la señora Flowers estaba leyendo a Dickens, pero notaba una diferencia entre leer en silencio y asistir a la danza de las palabras que se levantaban del libro como si estuvieran naciendo en ese preciso instante. La señora Flowers sacó otro libro de las estanterías, uno de poesía. Le dijo que se lo llevara a su casa, que lo leyera y que memorizara un poema para ella. Marguerite quería responderle, no con un gesto de la mano o asintiendo con la cabeza. Quería hacerlo con su propia voz, para que la señora Flowers no tuviera ninguna duda de que sus palabras estaban  vivas. Marguerite dijo: “Sí, señora”. 

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