Acabábamos de llegar del cementerio cuando un carro se estacionó en la esquina y alguien bajó la ventanilla para preguntar por el Club Antonelli. Conocía a ese hombre. Lo había escuchado en la radio y lo había visto en televisión. No con los mismos ojos. Quiero decir, con ojos de enamorada. ¿Qué le dije? Creo que le dije que siguiera derecho, derecho, derecho.
Ese domingo por la tarde enterramos a mi abuelo. El domingo es el peor día de la semana para lidiar con la tristeza. Sin embargo, sentí algo más que una alegría moderada. Su saludo vino acompañado de una sonrisa que irradiaba calidez. “¿Cómo estás?”. Hubiera podido contestar con un piropo sacado del repertorio de mis primos: “Muerta. Y tú eres el ángel que me trajo pa’l cielo”. Lástima que los ojos no tengan lengua.
El reloj plateado en su muñeca, el cuello blanco de su camisa, seguramente planchado con almidón Niágara, la voz, el tono. “¿Cómo estás?”. ¡Ah! Esa sonrisa. El señor E no era solo un hombre atractivo. He conocido hombres bellos carentes de je ne sais quoi. Él lo tenía. Tenía la gracia de los hombres elegantes.
Cuando estaba a punto de perderme una de sus apariciones en televisión, un alma cándida me avisaba: “¡Ven a ver a tu novio!”. Mi amor era de dominio público y motivo de relajo popular. Encargué un vestido de raso para ir a una fiesta de graduación en la que el señor E cantaba. Me puse medias finas, tacones y, por primera vez, un toque de carmín en los labios. Había esperado tanto tiempo. Hasta alcanzar la edad precisa para ir con chaperones a la sala de fiestas del Hotel Jaragua.
Sigue a El Espectador en WhatsAppLa elegancia y la riqueza no tienen por qué coexistir. Aunque ciertos accesorios puedan potenciarla, la elegancia no se vende en potecitos ni se hereda. Para el cultivo de las formas bellas no basta con una billetera abultada. La elegancia es sencilla, pero no simple. El elegante presta atención a la forma sin descuidar jamás el contenido. No antepone el gesto apremiante al pensamiento reposado. No le atañe solo la estética, también la ética.
La vulgaridad acecha en callejones y avenidas. Pero un hombre elegante puede vivir rodeado de vulgaridad sin que esta consiga contaminarlo. Puede permanecer inmune sin importar su grado de exposición. La clave está en la raíz misma de la palabra elegante: elegir, cosechar, seleccionar. A una buena cosecha le antecede un buen cultivo, un tiempo prudente para la preparación del suelo, para valorar el impacto de los elementos y considerar qué opciones son adecuadas y cuáles se deben descartar.
El libro del té, de Okakura Kakuzo, cuenta que cuando un maestro del té elige una flor la coloca sobre el tokonoma, el lugar de mayor honor en una estancia japonesa. Junto a ella no se colocará ningún objeto que perjudique el efecto que está destinada a producir. Así, la flor no es admirada solo por su belleza: es una flor distinguida.
Un hombre elegante posee el don de la distinción. Su objetivo no es cautivar. Su manera de sentarse en la butaca de una sala de espera no es distinta cuando ve una película en su sillón y la cortesía con la que se dirige a los otros no está determinada por la jerarquía de clases que le impone el orden social.
En algunos aspectos estéticos, el señor E me recuerda a Gay Talese. Los dos se apartan del ruido de las tendencias y mantienen ese estilo de dandi que ya no se encuentra ni en los mercados de espiritistas. Su encanto no proviene del adorno. Ellos le confieren gracia al adorno porque son hombres elegantes. En pocas palabras: saben elegir.