Cuando llego a su librería, después de saludarla con dos besos, me paseo por las estanterías mientras hablamos. A menudo discutimos y la amenazo con soltarla en banda y comprarle el próximo libro a la competencia. Hoy no tengo que inventar un motivo para molestarla. En el mostrador hay un jarrón con una rosa de suave color asalmonado. Es una rosa grande, muy hermosa. De su tallo cuelga una nota que dice: “Para mi librera favorita. Te quiero, Cecilia”. Preparo mi primer dardo de veneno: “¿Qué estás leyendo estos días, Cecilia? ¿El método avanzado para encandilar lectores?”. Esta vez me sorprende fuera de base. Dice que está leyendo a Marosa di Giorgio. No tengo la menor idea de quién es. Ella la conoció en Uruguay, en un popular café de Montevideo.
“El Sorocabana estaba en la avenida 18 de Julio. Sus ventanales daban a la plaza Cagancha, que es el kilómetro cero del Uruguay. El jueves era el único día que bajaba la concurrencia, porque en la época de la dictadura era el día que salían los camiones a detener gente. Era un lugar antiguo. Tenía unos suelos de baldosas hidráulicas y mostradores de madera y mármol. El café que servían era horroroso, fuerte y espeso, como si fuera tinta. Pero su sabor era lo de menos. Los jóvenes íbamos allí porque era donde estaban los monstruos. Tú llegabas y te sentabas en una mesa y ellos, los monstruos —Mena Segarra, Gley Eyherabide, Iván Kmaid—, se sentaban en «las mesas». Marosa di Giorgio tenía el pelo rojo y usaba unas gafas con forma de mariposa”.
El libro que tiene entusiasmada a Cecilia se llama Misa de amor. Lo empiezo a leer en la página 50.
“Hoy tendrá su minuto de gloria y de final”, le está diciendo el novio a la señora Dinoráh que, tímida, ¿acaso asustada?, se oculta entre las flores y lo hace esperar toda una hora. Son dos criaturas de naturaleza imprecisa que retozan entre gigantescas hortensias. Un beso que va, un beso que viene... Las dos criaturas ruedan sobre la hierba amarradas en un abrazo juguetón. Se escucha el gemido de la pequeña muerte. Las imágenes tienen aroma, consistencia, movimiento. Son como perlas de cítricos que te estallan en la boca. Hay gritos de terror. Bramidos de placer. Humedad. Hay mucha humedad.
Si me mirara ahora en un espejo, me vería con los rizos enredados, con cara de desorientada y la ropa sucia de tierra. Como si hubiera salido de un túnel que conecta con otro mundo.
“Vine a la luz en este florido y espejeante Salto del Uruguay, hace un siglo, o ayer mismo, o mismo ahora, porque a cada instante estoy naciendo”. Con la gracia que hablaba de su nacimiento, Marosa di Giorgio decía que, cuando era niña, Dios la visitaba disfrazado: “Hasta se disfrazaba de amapola. Se ponía una bonita máscara rosada o de venado y usaba dominó velludo y color oro. Por entonces él me dijo que mi único destino era escribir poemas. Y yo le escuché sencillamente, sintiendo que iba a obedecerle”.
Cuando llegué a mi casa quise ponerle cara a Marosa di Giorgio. La encontré en un video del Festival Internacional de Poesía de Medellín. Ahí aparece leyendo un fragmento de “Hortensias en la misa”, el primer relato —elegido al azar— que yo había leído antes en la librería de Cecilia. Tenía un vestido azul, un leve vibrato en la voz y el pelo rojo, igual que una mantilla de candela. Cuando terminó su lectura: “Adiós, señora, adiós y adiós”, el público de Medellín respondió con un aplauso. Ella abandonó el escenario dando pasitos cortos, como un humilde gorrión.