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Un lugar propicio

Sorayda Peguero Isaac

05 de enero de 2024 - 09:05 p. m.

Lo puso en mis manos diciendo que era el libro más hermoso del mundo. Me sorprendió que una frase tan rotunda saliera de una mujer que lee y escribe apasionadamente. Creo que hay que ser muy atrevida para afirmar tal cosa. Renunciar al anhelo de encontrar el libro definitivo, el más hermoso de todos, es una manera de matar el vicio de buscarlo.

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Empecé a ojear las primeras páginas en un rincón de la librería. Hay un campo nevado, árboles cubiertos con una fina capa de escarcha. Niños jugando, gente que camina sola, gente que camina acompañada, gente que va dejando las huellas de sus pasos sobre la nieve. Hay un pequeño terrier de Norwich.

Antes de que aparecieran aquí, Joanna Concejo dibujó estas escenas en un viejo cuaderno de contabilidad. Para apreciar la profundidad de las cosas simples se necesita una sensibilidad aguda. La mujer que me regaló este libro la tiene. Estuve retrasando el momento de leerlo durante meses, viendo cómo se asomaba entre la pirámide de los libros que aguardan su turno en la mesita de noche.

Olga Tokarczuk ha dicho que no recuerda cuándo empezó a escribir El alma perdida. “Ni siquiera recuerdo cuántos años tiene, en qué lugar y circunstancias surgió la primera frase: Había una vez un hombre con una vida tan ajetreada y acelerada que, hacía ya mucho tiempo, había dejado atrás, muy lejos, su propia alma”.

En medio de su desesperación, el hombre consulta a una mujer que sabe. La mujer le dice que las almas se mueven a una velocidad más pausada que la de los cuerpos. Es inútil que vaya en su búsqueda. Debe encontrar un lugar propicio para sentarse tranquilamente y esperar a que su alma regrese.

Los niños también saben. Construyen cabañas con cajas de cartón y casas en las copas de los árboles. Esos espacios son el primer reclamo de un lugar propicio, no para esperar el regreso de su alma extraviada, sino para cortejarla con las cosas que tanto le gustan.

Al margen de nuestras creencias religiosas, de pensamientos filosóficos, teorías metafísicas y representaciones simbólicas, todos tenemos una idea de lo que nombra la palabra alma. Alguien dijo que el alma pesa 21 gramos. No podemos describir sus rasgos físicos, pero la nombramos como si fuera un órgano palpitante que la palma de una mano pudiera abarcar. Te quiero con el alma. Me dueles en el alma. Se me partió el alma. Te llevaste mi alma.

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En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, Olga Tokarczuk recordó cómo descubrió que su existencia estaba más allá de la materialidad. Durante una conversación que tuvo con su mamá cuando era niña, la escritora polaca sintió que recibía una fuerza que la acompañaría toda su vida. “Mi madre, una joven que nunca fue religiosa, me dio algo que alguna vez se conoció como un alma y me proporcionó el narrador más tierno del mundo”.

Existen las almas afines, pero no hay dos exactamente iguales. Cada uno tendrá que aprender cómo preservar la suya. Y en caso de haberlo olvidado, por desidia o exceso de actividad, puede que encontremos la respuesta adecuada escuchando nuestra voz más antigua. Según los viejos anatomistas, el nervio auditivo posee tres niveles de escucha. El primero está dedicado a las conversaciones banales, el segundo funciona como receptor de conocimiento y el tercero capta las instrucciones que guían y nutren la sabiduría del alma. Marco Aurelio hablaba en sus meditaciones de mantener “el guía interior” a salvo de daños y ultrajes. Algunos serán externos e ineludibles, aun así, conviene mantener el oído atento y recordar que a menudo somos los principales responsables de los daños que nuestra alma padece.

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Mi lugar propicio pretendía imitar un tipi. Me fascinaban esas estructuras cónicas que aparecían en los poblados indios de las películas. Me parecía fácil convertir tres palos de escoba y una sábana jubilada en un refugio privado dentro de las demarcaciones del patio. Mis pertenencias: dos tabletas de chocolate, una taza de avena Quaker con azúcar, una cuchara, mi radio portátil, un cuaderno, un bolígrafo, lápices para colorear y una linterna para alumbrar mis noches imaginarias.

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¿No deberíamos todos tener un lugar así?

sorayda.peguero@gmail.com

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