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Un mal que se disfruta

Sorayda Peguero Isaac

27 de noviembre de 2021 - 12:30 a. m.

Nunca me leyeron un cuento antes de dormir. Los únicos cuentos que salieron de la boca de mi papá eran narrados de memoria. Tan terroríficos como los que le contaban a él cuando era niño. Algunas noches, durante las horas previas al sueño, escuchábamos un programa de radio que se llamaba Cien canciones y un millón de recuerdos. Un locutor de voz grave, al que apodaban el Príncipe, hacía breves intervenciones a lo largo de una velada musical que empezaba a las nueve y que no terminaba hasta completar un centenar de boleros. Yo dudaba de la veracidad de su propuesta. ¿Cien canciones? Seguro que se quedaba dormido entre la ochenta y la noventa. Mi propósito era resistir hasta después de la medianoche para desmontar la estafa. Llamaría al Príncipe por teléfono —había buscado el número de la emisora en las páginas amarillas— y le diría: “¡Ajá! Conque cien canciones, ¿eh?”.

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El bolero fue mi puerta de entrada a experiencias emocionales que no había vivido. Dejaba de ser una carajita para convertirme en un alma vieja y experimentada en las hondas penas del querer. Era Luis Enrique, El plebeyo de Felipe Pinglo que, sabiéndose enamorado de una aristócrata, clamaba al cielo: “¡Señor! ¿Por qué los seres no son de igual valor?”. Era Julita Ross al final de No me escribas, con su deseo contrariado de rasgar el sobre y averiguar qué decía la maldita carta. Era Miltiño, recordando “aquel lugar por siempre amado”, el paraíso de un tiempo feliz que, en mi imaginación, era una casa con chimenea dibujada en un cuaderno con crayolas.

En un discurso que le dedicó a Álvaro Mutis por su 70° cumpleaños, Gabriel García Márquez escribió: “Seguimos de amigos, muy a pesar del abismo insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero”. Otra capacidad del bolero, además de abrir abismos insondables entre grandes amigos, es la de propiciar el efecto contrario: borrar las distancias geográficas que los separan. Al final de un lunes nublado, me disponía a cumplir con los preparativos de una entrevista. Estaba haciendo una lista de boleros que me pidieron para la ocasión. El diablo, que dicen que nunca duerme en su casa, me tentó a hablarle de mi tarea a un amigo que está al otro lado del océano. Comenzó el trueque melódico por teléfono. Al cabo de unos minutos, sin haber tomado ni una sola gota de alcohol, mi organismo empezó a mostrar los síntomas de un coma etílico. Cuando se lo comenté a mi compinche, me soltó la siguiente perla: “La esencia del bolero es ser homicida. ¿Cuál es el chiste de oírlos si, mientras lo haces, no sientes que te matan?”. Ha de ser por eso que la amistad entre Mutis y García Márquez no se embromó. Para que una amistad no acabe en tragedia griega, lo sensato y conveniente es que el bolero solo le guste a una de las partes implicadas.

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Cortarse las venas a ritmo de bolero es una práctica simbólica que se aprende desde la infancia. Pronto empezamos a asimilar la esencia misma de la saudade, vocablo que los portugueses usan para nombrar la añoranza del pasado, y que en palabras de Manuel de Melo es un bien que se padece o un mal que se disfruta. Nos aproximamos a ese jardín sembrado de cardos y rosas sin saber, ¡ay!, sin ni siquiera sospechar que el viaje duele más de lo que cuentan las canciones. Mientras dura la edad de la inocencia, queremos apurar el tiempo, que nuestras piernas se conviertan en zancos, y hacernos grandes para amar como en los boleros, para averiguar por nosotros mismos por qué Felipe Pirela cantaba que “amor se escribe con llanto”.

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sorayda.peguero@gmail.com

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