El coleccionista Jan Krugier escapó de los nazis haciéndose el muerto. Había llorado la desaparición de su hermano en el campo de exterminio de Treblinka, la muerte de su madre cuando era un niño de cinco años y la de su padre, que tuvo la osadía de enfrentarse al ejército del Reich. Después de conocer la cara más oscura de la humanidad, Krugier llegó a la conclusión de que solo en la belleza podía encontrar consuelo. En medio de una pesadilla de la que no salió indemne, cerró los ojos y recordó el consejo de su padre: “Cuando estés desesperado y ya no encuentres salida, piensa en algo bello, en algo noble, y el mundo se volverá a iluminar”. Huyó del holocausto reptando entre cadáveres, acompañado del sonido lejano de la voz de su padre y el recuerdo de una bailarina de Degas. Si Krugier encontró la belleza en un campo de concentración, cuando solo le quedaba una vida atravesada por la grieta de sus grandes pérdidas, uno puede pensar que podría hallarla en cualquier parte. A veces es una fuga de la memoria, el velo que se interpone entre la realidad y los ojos de quien tiene un pie en el umbral del abismo.
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El coleccionista Jan Krugier escapó de los nazis haciéndose el muerto. Había llorado la desaparición de su hermano en el campo de exterminio de Treblinka, la muerte de su madre cuando era un niño de cinco años y la de su padre, que tuvo la osadía de enfrentarse al ejército del Reich. Después de conocer la cara más oscura de la humanidad, Krugier llegó a la conclusión de que solo en la belleza podía encontrar consuelo. En medio de una pesadilla de la que no salió indemne, cerró los ojos y recordó el consejo de su padre: “Cuando estés desesperado y ya no encuentres salida, piensa en algo bello, en algo noble, y el mundo se volverá a iluminar”. Huyó del holocausto reptando entre cadáveres, acompañado del sonido lejano de la voz de su padre y el recuerdo de una bailarina de Degas. Si Krugier encontró la belleza en un campo de concentración, cuando solo le quedaba una vida atravesada por la grieta de sus grandes pérdidas, uno puede pensar que podría hallarla en cualquier parte. A veces es una fuga de la memoria, el velo que se interpone entre la realidad y los ojos de quien tiene un pie en el umbral del abismo.
En casa de Krugier no se subían las persianas. Su refugio era una villa campestre del siglo XVIII situada en las afueras de Ginebra, con un hermoso jardín y las paredes cubiertas de pinturas y dibujos que él protegía con celo de los rayos del sol. Janick Jacob Krugier nació en 1928 en la pequeña ciudad polaca de Radom. Su padre, un representante de compañías mineras y coleccionista de arte por vocación, le enseñó a apreciar la belleza. Con las modestas reproducciones que la firma Braun publicaba en blanco y negro, le mostraba a su hijo las proporciones, los claroscuros y las líneas de fuga. Quizá porque había sido entrenado desde niño en el oficio de mirar, Krugier detestaba a los poderosos que incursionaban en el coleccionismo solo para medir el tamaño de sus billeteras.
Tzila Krugier dice que su padre sabía “levantar la vista hacia una pintura de la misma manera que un amante de la música escucha la melancolía de una melodía lejana”. También era un apasionado del papel. Podía pasar largas horas en las salas de dibujo de los museos, tejiendo los hilos que unían el pasado y el presente. A un paisaje de Georges Seurat que adquirió a principios de los años 70 se sumaron cientos de dibujos que abarcan desde el Renacimiento hasta el siglo XX. En los primeros bocetos de un artista, Krugier intuía el germen de la duda que antecede a la grandeza: “El lienzo se puede corregir; el arrepentimiento siempre es posible. En un dibujo vemos todo. Hay algo único en el dibujo, un lado... cómo decir... ‘ser o no ser’. Dibujar tiene que ver con ser”.
Cuando los nazis saquearon su casa, Krugier se sintió estafado. ¿Cómo era posible que los objetos amados cedieran al salvajismo de los soldados sin mostrar resistencia? Toda la belleza que sus padres crearon alrededor había desaparecido. Odiar el arte se convirtió en su manera de morderse los labios. Empezaba la marcha de la muerte. Del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau lo trasladaron al campo de Mittelbau-Dora. Enfermo de tifus, el joven Krugier esperaba el desenlace de su azarosa vida. Una vida hecha jirones que, en el último instante, renacía por la fuerza inusitada de un pensamiento bello. Al final de la guerra, cuando la filántropa Margaret Bleuler lo acogió como un hijo y le ofreció un hogar en el que se respiraba la atmósfera artística de sus años de infancia, Krugier pudo hacer las paces con el arte y aspirar el aire fresco de una vocación sanadora y legítima. “Es una psicoterapia –decía–. Mi manera de intentar reconciliarme con mis semejantes y de poder vivir con una memoria que me atormenta”.