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El joven Holden Caulfield dice que un buen libro es aquel que le deja un imperioso deseo de ser amigo del autor, porque así podría llamarlo por teléfono cada vez que quisiera. Supongo que para el narrador de El guardián entre el centeno se trata de algo más que de una oportunidad para deshacerse en halagos que vayan directamente a los oídos del escritor. Además de compartir con él –o con ella– los pasajes que más lo emocionaron y las frases que se quedaron grabadas en su memoria como estribillos de canciones pegadizas, podría interpelar al susodicho con cualquier cantidad de preguntas.
No creo que cultivar una amistad con los autores que nos gustan sea una ganancia en todos los casos. A veces es mejor quedarse con el buen sabor de una lectura que, como esas cartas de amor afectadas por la distancia y el tiempo, mantienen los límites necesarios para que la magia no se rompa. Sin embargo, entre ambas posibilidades existe una opción que suelo llamar “pase de prensa”. En mi humilde trayectoria como escribidora de artículos, me he servido de ese pase para acercarme, mínimamente, a lo que Holden Caulfield soñó.
Hace algunos años, estuve en una cena que tenía como invitada especial a la traductora mexicana Selma Ancira, un nombre que se repite en varios tomos de mi biblioteca. Ancira se encarga de traducir la obra de Theodor Kallifatides al español. Para no balancearme entre lianas de maravilla hasta agotar los márgenes de este espacio, solo les diré que cada vez que termino de leer un libro del escritor griego, recuerdo lo que decía el joven Holden Caulfield. Como Kallifatides y yo no somos amigos –todavía–, apelé a mi “pase de prensa” y a la generosidad de su traductora.
La entrevista no es un formato que traiga de manera habitual a esta sección, pero no creo que a estas alturas se sorprendan de que vaya en un sentido opuesto a lo que se supone que debo escribir aquí. Lo cierto es que tampoco encontré razones para no compartir con ustedes algunas virutas de gracia y sabiduría de Theodor Kallifatides.
Cuando se marchó de su Grecia natal, su papá le dijo que no olvidara quién era. ¿Cree que este es uno de los mayores desafíos para un emigrante: intentar no olvidar quién es?
Me temo que es el mayor problema para muchos emigrantes. No es fácil adaptarse y ser uno mismo al mismo tiempo. Es un acto de delicado equilibrio. Algunos olvidan quiénes son, otros no desean adaptarse y, por lo tanto, se aíslan de la sociedad que los rodea.
La imagen que inspiró su primer relato se presentó ante usted mientras la mano de su madre sostenía la suya. Su mamá está muy presente en su obra.
He escrito mucho sobre mi madre, pero siempre me alegra hablar de ella. Era una persona cariñosa, disfrutaba de los placeres de la vida y sabía sobrellevar las dificultades. Era casi analfabeta, pero muy sabia. Mi hermano mayor y yo solíamos discutir sobre quién de nosotros era su favorito. Según él, yo era su favorito y, según yo, era él.
En un pasaje de Otra vida por vivir, usted escribió que la nueva realidad moral lo ofende personalmente. ¿Qué hace para afrontar los cambios de una sociedad que a veces le resulta incomprensible?
Intento comprender por qué cambian las cosas y, si estoy de acuerdo a nivel moral o político, procuro adaptarme. Pero cuando no es así, busco maneras de oponerme a los cambios, ya sea participando en debates o escribiendo. Es muy difícil vivir en un mundo cuyos valores no comparto, pero como escritor tengo la posibilidad y el deber de expresar lo que pienso y por qué.
A los 25 años se hizo una de las preguntas esenciales: “¿Cómo voy a vivir mi vida?“. ¿Aún sigue preguntándoselo?
Sócrates solía decir que el verdadero mal es vivir sin reflexionar. Lo más importante no es tener una respuesta, sino seguir cuestionándose, confrontándose a uno mismo.
Usted habla de un pequeño diablo que vive dentro de su alma, que a veces habla por usted, que piensa por usted, que escribe por usted. ¿Le teme a ese diablo?
Sería un tonto si no le tuviera miedo. Tengo que mantenerlo a raya. De lo contrario, el camino a la locura se abriría de par en par.
