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Vigilias de la noche

Sorayda Peguero Isaac

01 de febrero de 2025 - 12:05 a. m.

Me habían advertido del susto que pueden provocar en mitad de la noche, cuando impactan contra los toldos de las ventanas como petardos lanzados con malicia. Se parecen a las pequeñas peras que en los mercados se conocen con el nombre de Seckel, deliciosas si se aromatizan con especias y se cocinan en salsa de vino dulce. Pero cuidado: estas no son peras. Tampoco se comen.

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Tranquilizamos a las visitas diciéndoles que sentarse en el banco de la entrada no es peligroso. Hemos comprobado que la fruta de la Ficus pumila tiene una consistencia fofa. Su llegada al vecindario se resume en una historia breve. Don Amable, nuestro vecino, trajo un esqueje que encontró cerca de las ruinas del ingenio y lo sembró en una jardinera de su terraza. La hiedra se extendió por toda la fachada frontal y la pared de cuatro metros de altura que hay entre su casa y la nuestra, cubriéndolas de una maraña vegetal que es frecuentada por una laboriosa comunidad de avispas.

No parece que la Ficus pumila haya dado por terminado su proyecto de expansión. El año que viene, cuando regrese a mi casa materna, sus raíces habrán colonizado los muros del jardín de atrás. Al otro lado de estos muros, mucho antes de que llegara don Amable con su prole, existió un mundo donde el café se molía a mano, las horas de apagones se alumbraban con lámparas de aceite y, a las cinco de la mañana, durante más de 10 años, la programación de una emisora de radio empezaba con la voz de Miguel Aceves Mejía cantando La cama de piedra. Era el mundo extinto del padre de mi padre. Esta noche, la Ficus pumila se presenta ante mí como una metáfora del tiempo. Tan imparable en su cometido, tan ajena a los deseos urgentes de quienes pretenden controlar su avanzada con tijeras de podar.

El otro día le pregunté a uno de mis sobrinos si quería que le sirviera un vaso de jugo o un refresco. “Prefiero un trago de wiski”, me dijo. No he sido testigo presencial de estos cambios. Suelo experimentarlos como viajes en el tiempo que se interrumpen con cada partida. Al volver, se convierten en variaciones de la realidad que exigen intensas sesiones de reubicación. ¿Cuándo dejé de prepararle los biberones de la tarde? ¿No fue ayer? Uno de los pocos versículos de la Biblia que logré memorizar está en el libro de los Salmos: “Porque mil años delante de tus ojos son como el día de ayer, que pasó, y como una de las vigilias de la noche”.

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La consciencia del paso del tiempo es también un pensamiento de muerte. La evanescencia de las horas lo cubrirá todo con su neblina de olvido. Es la única verdad inalterable. Solo nos quedarán las virutas que la memoria consiga rescatar o, como dice Ida Vitale, “de los antiguos viajes quedan / las enigmáticas monedas /que pretenden valores falsos”. Mi sobrino aprendió a conducir, tiene una frondosa barba de revolucionario y toma wiski. Los adultos que de niña me parecían ancianos se quejan del reumatismo y caminan cada vez más lento.

Lo único que quiero ahora es cosechar asombros y sembrar dudas fértiles. Habitar este espacio con el hambre atrasada de mis ausencias, prescindiendo de aquello que de nada me servirá cuando se agote el tiempo que me fue otorgado. Si consigo estar aquí con todos mis sentidos, y si pudiera trasladar esta voluntad de presencia a otros escenarios de la vida, le habré quitado un buen peso al fardo de mis lamentaciones. Estate atenta, muchacha. Porque esta noche, con su viento tibio, su luna plateada y todas sus estrellas, también pasará.

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sorayda.peguero@gmail.com

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