Cuando los hombres del Ministerio de Medio Ambiente preguntaron: “¿Esta es la casa de la familia Peguero?”, les dije que no. Después les dije que sí, pero que no éramos los Peguero que estaban buscando. Una prima de mi papá vive a unos 500 metros de distancia. Su terreno está cercado por una verja de gran altura. En el recinto hay tres casas habitadas por sus hijos, sus nietos, cinco perros y un anciano español que no sé qué parentesco tiene con la familia. “Eso es allí mismo. Pregunten en la esquina de la farmacia y les van a decir adónde tienen que cruzar”.
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Lo único que podía conseguir con ese embuste era que me dieran una pela. Sabía que los hombres del ministerio venían por una solicitud de papi. Una noche que estábamos cenando en la terraza, a mi hermano se le ocurrió la brillante idea de advertir que las raíces del árbol de jabilla acabarían levantando los cimientos de la casa. Ya el suelo de la terraza estaba resquebrajado. Predijo que seguirían avanzando hasta abrir una grieta que partiría la sala en dos. Pero un árbol de ese tamaño no podía cortarse así como así, con un machete y el refuerzo de dos ayudantes que vinieran a sacar las ramas amarradas con soga de cabuya. Se corría el riesgo de perjudicar el patio del vecino o de algo todavía peor, que ocurriera un accidente y que a papi lo metieran preso. Porque nuestro árbol no era un árbol cualquiera. Era grande como el obelisco del malecón, pero más hermoso.
El día que lo trajeron estaba tan chiquito que se le podían contar las hojas. Nuestro árbol era hijo de uno que lleva cien años plantado en el patio de mi abuela. Promesa de sombra que con el tiempo se convirtió en la primera fuente de ingresos para las niñas de la casa. Mis hermanas y yo cobrábamos un sueldo semanal por recoger las hojas que cubrían toda la extensión del jardín. Parecían corazones atravesados por una arteria central de la que se desprendían pequeñas venas. Entre sus ramas centelleaba la vida. Hormigas y lagartijas se cruzaban con los pájaros que anidaban en su copa o que pasaban a saludar. El árbol sabía todo lo mío. Sabía que comía tierra y que estaba enamorada de dos hermanos.
Algunos niños se incorporan a las cosas hurgando entre sus fisuras. Por eso hablan con las cosas y las cosas les responden. No se trata de un acto consciente sino instintivo, que solo puede explicarse a través del pensamiento que no se piensa. Hay unos versos cantados a ritmo de clave cubana que me aprendí muy pronto. Cuentan la historia del encuentro entre un árbol y una niña. La niña escribió su nombre en el tronco del árbol. Como señal de respuesta, el árbol dejó caer una de sus flores. Luego le habló. Le dijo que se sentía conmovido porque su nombre era una herida que él guardaría para siempre. Al final le preguntaba: “¿Y tú, que has hecho de mi pobre flor?”.
No pude hacer nada. El rugido criminal de la sierra mecánica ahuyentó a los pájaros. Después, el crujir de sus brazos caídos y las ramas arrastradas calle abajo por los enviados del ministerio y un reguero de savia amarilla y el sol derramándose en cascadas salvajes sobre el tronco mutilado y el llanto de una niña que no podía comprender por qué la vida de un árbol es menos valiosa que la de un hombre.