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Yo no soy Patti Smith

Sorayda Peguero Isaac

29 de septiembre de 2018 - 12:00 a. m.

Tener una visión amable del futuro se ha vuelto difícil. Basta con ver las noticias. Un programa completo puede hundir a cualquiera en un lodazal de pesimismo crónico. En los peores días, podría imitar a Mafalda y exigir que me dejen bajar de este mundo. Pero si me exilio del planeta, las cosas que me indignan no serán las únicas que perderé de vista. La música y las bellas letras seguirán siendo honorables supervivientes de este manicomio global. No me quiero perder la música, ni me quiero perder las bellas letras.

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Es probable que hayan oído hablar de Rita Indiana. Es una escritora, compositora y cantante dominicana que vive en la isla de Puerto Rico. Cuando estuvo en Madrid, hace unos meses, me dijo que la música es su utopía, el lugar donde encuentra sus héroes y sus deidades, donde comparte con sus amigos artistas, amigos que son como sus hermanos: “El día que me faltó una cama, que me faltó comida o un disco para oír estaban ahí para mí. Es gente que tiene una visión distinta de la vida. Gente capaz de crear algo hermoso en una ciudad hostil”.

El poeta Mircea Cartarescu también estuvo en Madrid. Vino por la misma razón que Rita Indiana. Los dos participaron en la 77ª edición de la Feria del Libro. Como representante de Rumania, que fue el país invitado este año, Cartarescu pronunció el discurso inaugural de la feria. Lo llamó Utopía de la lectura. El poeta contó que primero experimentó el placer de leer, luego la costumbre de leer, después la monomanía de leer y, finalmente, la consagración: la lectura. Para Cartarescu, el acto de leer es como un refugio para peregrinos en mitad de un largo camino. En cambio, la lectura, vista por él desde dentro, con una mirada profunda y filosófica, es un templo imponente. Cartarescu lo ha construido en su cabeza, autor por autor, hasta conformar la comunidad de escritores que le ha descubierto nuevas formas de pensar y de vivir: su propia utopía.

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Lo estuve pensando mientras regresaba a Barcelona. Una utopía que me abstraiga de ciertos aspectos de la realidad se me antoja más deseable que acompañar a Mafalda en su viaje a lo desconocido. Patti Smith, la escritora y cantante de rock, le dijo al diario El País que, si tuviera que quedarse con una cosa, elegiría la literatura. Después de leer el artículo, a una amiga se le ocurrió que yo también debía escoger: “La literatura o la música, ¿con cuál te quedarías?”. Le dije que yo no soy Patti Smith y que me siento incapaz de elegir una de las dos.

Los amantes de las bellas letras suelen decir que su pasión empezó por el principio: leyendo. En mi caso no fue así. Las historias que prendieron mi imaginación salieron de las canciones que escuchaba cuando era niña, las canciones que escuchaba —que aún escucha— mi padre. En mi adolescencia, podía poner al compositor Felipe Pinglo al lado de Shakespeare, en la misma mesa, y quedarme como si nada. Solo veía una diferencia. Mi libro de Romeo y Julieta tenía 200 maravillosas páginas, mientras que Felipe Pinglo –en la voz de Pedro Infante– me contaba la historia de El Plebeyo en tres minutos exquisitos. Podría jurar sobre un libro sagrado que cuando Luis Enrique –El Plebeyo– clamaba: “¡Señor! ¿Por qué los seres no son de igual valor?”, yo sentía la misma conmoción sísmica que cuando Capuleto decía: “¡Ay, pobres víctimas del odio nuestro!”. Entonces, ¿para qué elegir? Tengo una utopía de dos cabezas, una gárgola que ruge en lo alto de una catedral.

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