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Avestruces y geoingeniería

Tatiana Acevedo Guerrero

06 de mayo de 2023 - 09:00 p. m.

En su última columna, el profesor Moisés Wasserman nos explica cómo la geoingeniería podría solucionar el cambio climático. Nos cuenta, por ejemplo, que esta podría modificar la atmósfera para regular la temperatura y que, entre otras maravillas, “proponen generar un sombreado artificial que disminuya la cantidad de luz solar que llega a la Tierra”. El exrector opina que este es un camino que debe transitarse sin miedo a lo que llama “ortodoxias ambientales”. Estas ortodoxias, dice Wasserman, se oponen a este tipo de investigación desde un lugar de temor psicológico y casi religioso. Aquellos que se pronuncian en contra de la geoingeniería solar meten la cabeza en la arena como el avestruz, concluye, pues “aducen que estamos jugando a ser Dios (cuando jugamos a ser humanos)”.

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Este, el de las tecnologías que permitirían reducir el ingreso de la luz solar al planeta, es un debate importante que merece un tratamiento más cuidadoso. Y más que ortodoxias y avestruces, lo que hay son posiciones claras e informadas. En una carta abierta, más de 380 científicos mundiales pidieron llegar a un Acuerdo Internacional de No Uso de la Geoingeniería Solar, con base en tres argumentos principales. En primer lugar, afirman que se desconocen los riesgos de la geoingeniería solar y “sus impactos varían para diferentes regiones, existiendo incertidumbre sobre sus efectos en los patrones climáticos, la agricultura y la provisión de recursos para la satisfacción de necesidades básicas a nivel hídrico y alimentos”.

En segundo lugar, la carta advierte que la geoingeniería puede desincentivar los ya tímidos procesos de descarbonización. El profesor Frank Biermann, mi colega en la Universidad de Utrecht, dijo hace poco al periódico The Guardian que le preocupa que la geoingeniería solar cree “una especie de riesgo moral en el que los gobiernos reducen los esfuerzos para reducir las emisiones y las empresas de combustibles fósiles la usen como tapadera para continuar con sus negocios como de costumbre”. Pronto, dice Biermann, “todos los que dependen del carbón, el petróleo y el gas se subirán al tren de la ingeniería solar y dirán: podemos continuar durante 40 años con combustibles fósiles”. Esto, en 2023, un año en que se espera que las emisiones que calientan el planeta alcancen un récord.

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Pero quizá la más preocupante es la tercera razón: las instituciones multilaterales que existen hoy son insuficientes y no podrían ejercer “un control político justo, inclusivo y eficaz” sobre el despliegue de estas tecnologías. “El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, dominado por solo cinco países con poder de veto”, dice la carta, “carece de la legitimidad que se requeriría a nivel global para regular eficazmente la geoingeniería solar”.

Lo cierto es que se siente peligroso que los Estados Unidos sean quienes lideran toda la discusión, no solo porque es un país de grandísimas emisiones per cápita (que además a menudo no respeta los acuerdos globales), sino también por su tendencia imperial. Una muestra de esta última fue la que denunció el profesor Chukwumerije Okereke, director del Centro para el Cambio Climático y el Desarrollo de la Universidad de Nigeria: representantes de la Iniciativa de Gobernanza Climática de Carnegie, una fundación basada en Nueva York (y otras organizaciones estadounidenses), le han propuesto a gobiernos africanos poner en marcha algunas de estas tecnologías para combatir las altas temperaturas rápido. “Como experto en clima”, escribió Okereke, “considero que estas técnicas de manipulación ambiental son extremadamente arriesgadas. Y como africano, me opongo enérgicamente a la idea de que África debería convertirse en un laboratorio de experimentación para su uso”. Y concluyó: “Mi continente no es su laboratorio climático”.

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