Por semanas y semanas se ha vanagloriado el ministro de Vivienda, Jonathan Malagón González, de su trabajo en Providencia y San Andrés. Caminando por entre la destrucción, Malagón narra, vía Twitter, el día a día de funcionarios y proyectos. Un día escribió: “33 personas de la comunidad de Bottom House fueron capacitadas por un equipo del @Minvivienda sobre el uso responsable y cuidado del agua”. “A esta hora llegamos a San Felipe, en Providencia, para compartir con los niños y niñas de este sector y enseñarles sobre el cuidado y uso adecuado del agua”, anotó otro día.
Así sigue enumerando intervenciones de enseñanza sobre “el cuidado del agua”: en los sectores Punta Rocosa y Maracaibo, en Agua Dulce y Pueblo Viejo. “En Providencia reciben talleres de sensibilización sobre el buen uso del agua”, repite el ministro. Y a veces él mismo es quien capacita a los transeúntes: “En mi visita a San Felipe, en Providencia, conocí a Isaías, con quien dialogué sobre la importancia de cuidar el agua y lo invité a convertirse en uno de nuestros Héroes del Agua”. Estas anécdotas de la campaña ministerial se acompañan de fotos de mujeres, niños y hombres del pueblo raizal: todo un espectáculo pedagógico que debería ser al revés.
Son estas comunidades las que tendrían que estar dictando las clases a contratistas y funcionarios (ministro incluido) sobre la forma en que se ha privilegiado la inversión en áreas blancas de cadenas hoteleras, mientras ellas han sorteado la falta de agua, alcantarillado y saneamiento digno por décadas. Dictar clase, por ejemplo, sobre cómo el agua solo llega a algunos barrios, mientras que los demás deben comprar agua tratada en carrotanques, y cientos de hogares y hoteles en cabeza de raizales cosechan agua durante la corta temporada de lluvias. Si pusieran patas arriba el ejercicio didáctico, los pueblos raizales le explicarían al Ministerio cómo recogen la lluvia, la filtran, la tratan y la destinan a distintos usos. “Nosotros tenemos las prácticas ancestrales”, explicó una de las habitantes a la prensa durante la sequía de 2019; “depositamos, guardamos agua, porque ya sabemos que esos tiempos van a llegar; pero esperamos que los poquitos días de lluvia que han llegado nos alcancen, porque el Gobierno viene (…), pero no a darnos soluciones a largo plazo”.
Quienes hoy se sientan a oír cátedra sobre el cuidado del agua podrían explicar que desde 2017 todo el mundo sabe que el emisario submarino, así suene bonito, funcionaba mal antes del huracán. Podrían describir también cómo el contrato de operación de los servicios lo han tenido tantas empresas que, entre compras y movimientos de accionistas, parecen ser la misma. Cómo, desde que lo tiene Veolia Aguas del Archipiélago, no han menguado las protestas por el acceso al agua. Protestas que, en territorios ancestrales, pueden ser rastreadas en la prensa hasta 1993, año en que habitantes movilizados les contaron a periodistas bogotanos cómo se abastecían con cisternas particulares “que se surten de aguas lluvias”.
Podrían instruir no solo sobre el cuidado de “los recursos”, sino también sobre la lucha y resistencia por el territorio, por la costa, por el agua. Como lo ha documentado la profesora Ana Isabel Márquez, desde inicios de los años 80 las comunidades de Providencia se organizaron para defender “su derecho a permanecer allí” frente a un Estado andino que abría el archipiélago a la especulación inmobiliaria y el turismo más devastador. Uno de los primeros actos de resistencia, cuenta la profesora Márquez, fue la lucha contra una serie de grandes proyectos turísticos apalancados por el Estado: “Un centro de buceo, una base de guardacostas y dos megahoteles que fueron combatidos y expulsados entre 1990 y 1995”.
Esta defensa del agua nunca se ha hecho fácil y hoy hay miedo, pues ante la desolación y la reconstrucción vienen quizá más andanadas de especulación para que otros vivan frente al mar. Eso lo debe saber el ministro, pero no lo enseña.