“Es el día cero de Colombia”, afirmó la prensa frente al fallo de la Corte Internacional de Justicia contra la petición de Nicaragua de extender su plataforma continental.
“No podemos perder”, fue el tema del día en La W Radio (“no podemos perder más mar ni tampoco a San Andrés”, opinó un oyente). “¿Está en riesgo la soberanía de San Andrés por fallo de La Haya?”, se preguntó esta emisora en la madrugada. Transcurrió la mañana y alrededor de las nueve, se tituló: “Urgente: Corte de La Haya niega demanda de Nicaragua sobre mar de San Andrés”.
El cubrimiento, con sus matices, coincidió en describir a San Andrés como un territorio en juego. Unas islas un tanto foráneas que podrían “perderse”. Yo misma he caído en este lugar común cuando, en medio de la indignación por el mediocre cumplimiento de responsabilidades estatales en el departamento (Duque en cuatrimoto tras el huracán Iota, hace unos pocos años), caractericé a San Andrés de manera similar. Sin embargo, una lectura más cuidadosa del capítulo de la demanda nos lleva, quizás, a conclusiones muy distintas.
En diálogo con la radio, el gobernador encargado Juan Enrique Archbold comentó que “para el pueblo isleño es de gran alegría el fallo del día de hoy, pues se acaban las pretensiones de Nicaragua en contra del territorio (…) de nuestro archipiélago y se termina un litigio de más de 20 años que lo que hizo fue mantener en vilo a la población raizal”. Acto seguido, políticos y líderes de las islas se valieron de los micrófonos para recordar al Gobierno Nacional la lista de exigencias urgentes: justicia climática, agua, energía, vivienda, educación, salud...
Esta coreografía, en que primero se pone en riesgo la soberanía y luego distintas comunidades isleñas se quejan de la mala gestión del Estado colombiano, para después enumerar reivindicaciones inaplazables, se puede rastrear hasta comienzos del siglo XX. La ansiedad rola sobre una posible “pérdida de la isla” data de los días de la separación de Panamá.
Esto nos lo enseña la profesora Shakira Crawford, quien nos cuenta que, en 1969, Marco Polo Britton, ciudadano estadounidense nacido en la isla de Providencia, presentó una propuesta a las Naciones Unidas y al vicepresidente de los Estados Unidos solicitando su apoyo para ayudar a los isleños a separarse de Colombia. Como respuesta, muchos en la entonces intendencia de San Andrés tildaron la idea de “locura”, pero hicieron énfasis en los errores de intendentes pasados y en la falta de inversión por parte de Bogotá. Antonio McNish, uno de los líderes locales de entonces, le dijo a El Espectador: “El isleño exige respeto y el derecho a participar sin discriminaciones odiosas en todos los aspectos de la vida nacional”. La profesora Crawford explica cómo durante el Frente Nacional los isleños exigieron hacer parte del “proyecto de modernización de la nación: la construcción de carreteras, puentes y escuelas y la promoción del comercio y la exportación”.
Y lo más interesante en la historia de las islas colombianas es que el sentimiento de pertenencia, o la “colombianidad”, no dependió de un abandono de su propia cultura (raizal), de su lengua (creole) o su religión (protestante). Pese a un malestar (hoy y siempre relevante) frente a las deficiencias en inversión, los isleños (en palabras de Crawford) “se veían a sí mismos como pertenecientes a Colombia y con derecho a los beneficios de la membresía en la nación”.
Así las cosas, vale la pena aprovechar el episodio de la demanda para aguzar la mirada sobre San Andrés y Providencia. Al igual que otras fronteras (La Guajira hizo a Bogotá, Bogotá hizo a La Guajira), el archipiélago forjó la nación y le exige proyectos urgentes. A la vez, su historia, pese los bemoles, ofrece un ejemplo sobre cómo un territorio puede pertenecer (y rendirle cuentas) a un Estado nación y, a la vez, preservar su identidad propia.