De acuerdo con un estudio reciente publicado hace dos meses por la revista Nature Sustainability, Colombia será uno de los países expuestos, en los años venideros, a un “calor sin precedentes”. Ante este panorama, habrá espacio para la desesperanza y también la rabia (las emisiones de una minoría de ciudadanos ricos en países ricos exponen a las mayorías de los otros países a las peores consecuencias del cambio climático). Habrá también espacio para cientos de proyectos de desarrollo, préstamos a organismos multilaterales, innovaciones tecnológicas en búsqueda de resiliencias y adaptaciones.
En esta y otra columna hablaré, sin embargo, de una acción política humilde pero decisiva que germinó en nuestro propio suelo. Se trata de la invención de los Acueductos Comunitarios, que ha permitido reconfigurar las formas en que se produce y se distribuye el agua en Colombia (y promete ayudarnos a navegar las desigualdades del cambio climático y el cuidado de nuestros bienes compartidos).
Como ya sabemos, los Acueductos Comunitarios son organizaciones que garantizan el suministro de agua a través de ejercicios comunitarios y de autogestión. Entre nosotros empezaron a multiplicarse durante la década de 1980 y ahora contamos con alrededor de 12.000 acueductos, que suministran agua tanto a poblaciones rurales como a vecindarios enteros que abrazan las ciudades. Dadas las falencias de los servicios públicos, muchas veces entregados en concesiones a empresas mediocres, a menudo enfocadas en tener un margen de ingresos y llevar agua a los sectores que puedan pagarla, se ha abierto paso el compromiso con el agua comunal. El quehacer de quienes allí trabajan es uno de defensa del acceso amplio y justo (que se pueda pagar) a los servicios esenciales considerados indispensables para que germine la vida.
Además de regular el abastecimiento de agua, los acueductos comunitarios hacen una gestión ambiental participativa bajo los preceptos de la economía solidaria. En particular, mientras proveen agua, trabajan para proteger las fuentes de agua dulce de las incursiones de diferentes tipos de actividades mineras, de la agricultura de monocultivo y las industrias forestales. En áreas urbanas, los acueductos se la pasan innovando ante el crecimiento desigual: muchas veces las fuentes de agua de las mayorías se ven en peligro por el crecimiento de condominios campestres para las minorías.
A través de las últimas décadas el Estado colombiano ha tenido una actitud ambigua hacia estos acueductos, pues aunque se han incorporado formas solidarias de gestión del agua se hace en un contexto de esfuerzos continuos para la prestación de servicios privatizados. Por eso es tan importante la ley propia de Acueductos Comunitarios que, pasito a pasito, avanza en el Congreso de la República. El proyecto fue uno conversado y tranzado por organizaciones comunitarias, ambientalistas, sociales y campesinas. Luego de décadas de trabajo menudo de ingeniería, ambientalismo y redistribución, los acueductos reclaman con urgencia un marco que les permita existir y mejorar a plenitud. Hasta ahora, estas organizaciones, que hoy llevan agua a más de 14 millones de personas, han podido sobrevivir en el marco de una legislación pensada para cautivar multinacionales. Multinacionales que a veces llegaron, pero nunca con interés en servir a esas 14 millones de personas.
En tiempos de crisis ecológicas, que serán también sociales, tendríamos que proteger y reparar los acueductos comunitarios. Sus experiencias pueden servir para repensar la teoría sobre gestión del agua. Pueden ayudarnos a cambiar los imaginarios de investigadores, políticos profesionales y funcionarios. Estamos ante la posibilidad de repensar el agua como fuente de redistribución, vida digna y acción colectiva. Es decir, como fuente de libertad.
