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“Se quema el río, florece el humo… Aquí, en mi retiro, desde la ciudad, en mi propia burbuja, extraña libertad. Las marchas anuncian que el pueblo está herido”. Así dice la canción “sed” que el músico Lucio Feuillet sacó durante el estallido social de 2021. Afuera arreciaba el rebusque, la pandemia, las medidas de Duque y la represión.
(Aquí puede leer la primera parte de esta columna)
Sabemos que algunas cosas, pocas, funcionaron en aquellos días. Entre ellas, las solidaridades. Una de las más enraizadas en Colombia es la economía solidaria que caracteriza a los acueductos comunitarios. Según una encuesta realizada entre junio y julio de 2020 por la Corporación Ecológica y Cultural Penca de Sábila sobre la gestión comunitaria del agua durante la pandemia, las más de 100 organizaciones participantes intensificaron el monitoreo y trabajo comunitario, el cuidado de la microcuenca, las acciones para mejorar la infraestructura y el diseño e implementación de protocolos adicionales de limpieza y tratamiento del agua. Como algunos entre ellos atienden pequeñas veredas (y tienen conocimiento profundo sobre la situación económica de sus habitantes), emprendieron prácticas solidarias varias. La Asociación Vecinal de las Aguas, en el Valle del Cauca, hizo un análisis de la situación de la comunidad para exonerar a las familias más vulnerables “a partir del reconocimiento al trabajo histórico y a las normas propias del acueducto”. El acueducto del Resguardo de Bonza en Paipa, Boyacá, hizo algo similar. Para construir, reparar y mantener infraestructuras (lo que usualmente se hace en mingas, convites y jornadas de trabajo), se repartieron responsabilidades entre miembros de la comunidad.
Todo esto tuvieron que hacerlo sin mucha o ninguna ayuda del Estado, que aunque puso medidas en marcha, se enfocó en empresas del Estado o privadas que prestan el servicio de agua potable mediante facturas que miden consumos. Los acueductos, en cambio, no sólo son prestadores comunitarios, sino también gestores ambientales, constructores de economías sociales y solidarias y tejedores de vínculos culturales.
Mirando hacia este pasado de pandemia, se hace evidente la gravedad del asunto. Acueductos que llevan agua a barriadas populares y a los vecindarios campesinos en las más de 30.000 veredas que conforman al país, tuvieron que hacer frente a una vulnerabilidad casi perfecta, que trajo consigo el covid -19 (con sus cuarentenas). Al llevar agua a cada hogar (en momentos en que se nos decía que nos laváramos las manos para prevenir el virus), permitieron que siguiera la vida. Hicieron esto solos, pues no son reconocidos bajo un marco legal diferencial que los entienda en sus especificidades históricas.
En un país en que se promueve hasta el cansancio el emprendimiento (y enriquecimiento) a como dé lugar, surgieron como respuesta a la falta de agua pero no son empresas. No quieren serlo. Son, en cambio, asambleas en el territorio. Acá no quiero sugerir que hacer asamblea es una tarea fácil, sino difícil, tensionada y trabajosa como cualquier acción colectiva. Como manda la asamblea hay capacidad de autorregulación. La asamblea conoce de memoria la cadencia de sus ríos y los bemoles de sus paisajes, puede reaccionar, oponerse y adaptarse a cambios traídos por todo tipo de extractivismo o deterioros ambientales en tiempos de cambio climático.
“Cuando se habla del acueducto, no se está hablando de los tubos ni los tanques, sino de la totalidad”, me explica Javier Márquez, director de Penca de Sábila. “Acueducto connota la asamblea, la junta, los fontaneros, la dinámica comunitaria porque a través de la vida del acueducto se celebran muchas festividades comunitarias”. Ojalá sea hora de hacerles justicia a familias, comunidades y sus ancestros que inventaron esta forma de hacer y celebrar el territorio. Ojalá pase la ley propia de Acueductos Comunitarios en el Congreso de la República.
