A menudo las distintas localidades de ciudades colombianas tienen acceso desigual al agua. En muchos barrios de Barranquilla, Villavicencio o San Andrés, los habitantes tienen infraestructura hídrica (tubos, duchas, lavamanos), pero esto no les garantiza el suministro constante. Ni el agua (ni otros servicios públicos como la electricidad y la educación) son derechos permanentes: son logros precarios. Es decir, se gestionan en la calle y día a día, mediante esfuerzos cotidianos, relaciones con políticos y funcionarios o pequeñas inversiones de plata. Una familia, por ejemplo, puede comprar el agua semanalmente en botellón o pagar para hacerse a una conexión informal conectándose a un tubo vecino. Puede hacer los trámites en la empresa de agua o hacerle campaña a un concejal para tramitar la legalización de su barrio. Pero, aún si consiguiera solucionar el acceso estable a agua potable, este nunca promete un estatus fijo. El servicio se puede perder por desconexión, o deudas, o cambio en el partido de gobierno. El acceso al derecho al agua es entonces uno intermitente y reversible, por lo que debe renovarse cotidianamente.
Lo mismo sucede con otros servicios básicos que cristalizan a través de luchas incesantes, demandas al gobierno local y adaptaciones a nuevas situaciones. No hay en estos barrios un triunfo final que garantice derechos automáticos y vitalicios. Hay que navegar olas políticas, legales y técnicas que reflejan desigualdades profundas. El Estado da y quita. Y por esto el acceso a los servicios se negocia repetidamente.
Algo parecido sucede con los derechos laborales de las mayorías. Un ejemplo clásico es el de la reforma agraria de 1969 y la creación (en el 70) de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), pensada por Lleras Restrepo como un modo de “asegurar, estimular y promover la organización de los campesinos para que ellos participen activamente en las decisiones del Estado”. Sólo dos años después de esta declaración, el ministro de Agricultura del presidente Misael Pastrana se reunió en Chicoral con miembros del Congreso representantes de los terratenientes y echó para abajo lo avanzado por la ANUC. López Michelsen, que lo sucedió en el gobierno, dejó morir la reforma y a la vez reprimió con ahínco a sindicatos y movilizaciones laborales a través de la reimplantación del estado de sitio. En ese clima, durante el paro cívico nacional de 1977 el gobierno dio mayores libertades al Ejército para controlar las huelgas.
Quedó así abonado el camino para el gobierno de Turbay Ayala que impuso, gracias al estado de sitio, el Estatuto de Seguridad para, entre otras cosas, evitar otro paro cívico nacional. Derechos consignados en el Código Sustantivo del Trabajo, de los cincuenta, se pierden durante estos años. Se pierde también la posibilidad de protestar, pues luego del estatuto vino la guerra sucia contra los sindicatos, de finales de los ochenta. Derechos consignados en la Constitución de 1991, que reforzó el derecho al pago de trabajo extra como parte de los derechos laborales fundamentales, se pierden durante el gobierno de Álvaro Uribe.
El Ministerio del Trabajo de Colombia fue creado mediante la Ley 96 del 15 de diciembre de 1938, en el gobierno de Santos Montejo, y el primer ministro de Trabajo fue el gran liberal de Chaparral (Tolima), Darío Echandía. Uribe Vélez acabó con este ministerio en 2002 fusionándolo con Protección Social, y en 2011 Santos Calderón lo volvió a crear.
Con los derechos laborales, como con los servicios públicos, hay que seguir insistiendo. En 1994 la líder de la Organización de Comunidades Negras, Mercedes Balanta (seudónimo), explicó en una entrevista que “la ley abre posibilidades, pero nada hay asegurado sin la movilización de la gente”.