En un año de pocas lluvias, las políticas implementadas por la Alcaldía de la capital del país carecen no sólo de eficacia, sino también de profundidad. O quizá producen pocos resultados, por su propia banalidad. “Hemos ahorrado más de 7 millones de metros cúbicos de agua, el equivalente a 2.913 piscinas olímpicas”, afirmó el alcalde Galán el pasado mes de junio, tras un mes y medio de racionamiento. Sin embargo, exfuncionarios y expertos locales coincidieron en desmentir el optimismo, explicando cómo el aumento en los embalses responde sobre todo a la llegada de las lluvias.
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Cuando digo que las políticas de racionamiento son superficiales, me refiero a que no tienen en cuenta la forma en que procesos sociales, económicos y políticos se relacionan con las cuestiones ambientales (en este caso la falta de lluvias y la sequía en los embalses). Al poner toda la confianza en las decisiones y castigos individuales (dar un empujoncito para que los ciudadanos usen menos agua), la Alcaldía no reconoce que los problemas de agua están ligados a contextos sociales más amplios. No tiene en cuenta que los problemas de agua están profundamente trenzados con dinámicas de poder entre regiones, factores estructurales como la desigualdad y problemáticas históricas como el volteo de tierras en Bogotá y Cundinamarca. No se reconoce que la escasez es un subproducto de plantas industriales que no rinden cuentas a nadie, de una cotidianidad en que algunos pocos pueden costear estilos de vida que requieren altos consumos de agua, y de décadas recientes en que más y más tierras en la sabana se destinan a condominios.
Pese a su inocuidad, el discreto racionamiento acompañado por una campaña publicitaria de impulso a las elecciones racionales individuales han sido bienvenidos y alabados por líderes de opinión en general. Galán es piropeado en prensa o radio y hay quienes lo candidatizan a la presidencia. Esto tal vez tiene que ver con el hecho de que sus políticas (en el caso del agua) se esmeran para que, al final del día, todo siga igual. Es decir, como no reconocen que procesos como el volteo de tierras o las industrias que malgastan agua impulsan la destrucción ambiental y las desigualdades, las medidas de la Alcaldía no generan gran oposición y son bien recibidas.
Que las políticas sean banales no significa que no tengan efectos negativos sobre algunos. Y sobre todo sobre algunas. Históricamente los racionamientos de agua han afectado mayormente a las mujeres, pues son quienes frecuentemente se encargan de los asuntos relacionados con conseguir, guardar, tratar y cuidar el agua en el ámbito doméstico. Son también las encargadas de cocinar, limpiar, lavar y cuidar a niños y a personas con enfermedades.
Una política distinta, que de verdad pudiera transformar el panorama de escasez, nos animaría a cuestionar las bases de la desigualdad y las circunstancias injustas que a menudo la hacen parecer inevitable, inherente o incuestionable. Para ello sería fundamental comprender las historias subyacentes, escondidas detrás de la degradación (y distribución irresponsable) del agua. El trabajo de Carlos Hernández en Vorágine sobre distribuciones injustas de agua en el vecino municipio de La Calera nos lleva por este camino. Nos cuenta cómo mientras cientos de familias en las veredas de Buenos Aires Bajo y Santa Helena (en La Calera) dedicaron tiempo y esfuerzo a obtener agua en la temporada seca, “la planta de la compañía Coca-Cola Femsa, nunca paró de extraer agua de la tierra para despachar y vender en todo el país las botellas de su marca Manantial”. La planta opera 24 horas extrayendo 279 mil litros de agua a diario.
