Álvaro Rincón, empresario de bienes raíces y esposo de la vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, le contó a la prensa hace algunos años que “un día soleado, Marta Lucía estaba en el baño, en frente del espejo, peinándose, cuando él llegó a saludarla (…) ella se volteó, y así, de la nada, le dijo: Voy a ser presidenta de Colombia”. Rincón cuenta también que Ramírez es una “mujer poder” que posee “una fuerza de voluntad inmensa para conseguir sus metas” y que “nunca dudó de que su esposa llegaría a la Casa de Nariño. Porque cualquier cosa que Marta se proponía lo lograba”. En cuanto a perfil y entrevista periodística, se anota que Ramírez provenía de la clase media y no tenía contactos con la política. Se habla también de su tesón y capacidad para estudiar.
La historia que se cuenta rima con el ascenso social a punta de trabajo y contra todos los obstáculos. Los mitos con que la vicepresidenta hace sentido de su trayectoria hacen creer que, en Colombia, a partir de trabajo legal y sin ninguna ayuda, se puede amasar no solo poder electoral sino también riquezas materiales. Y no hay nada más alejado de la realidad. El mito del personaje hecho a pulso casi siempre deja detalles en la sombra. En el caso vicepresidencial, además del trabajo consagrado, jugaron en la ecuación el acceso a educación universitaria privada y costosa en Bogotá, una familia con modos y casa propia, el acceso a grupos de amigos y conocidos en posiciones importantes y la capacidad de contratar personas que la apoyen en actividades de la vida cotidiana (mientras ella llega a la Presidencia). Ramírez, quien rechaza el feminismo, debe haber contado, a lo largo de su vida, con muchas otras mujeres (estas sí hechas a pulso) para que la apoyaran en el trabajo doméstico: cocinar, limpiar, cuidar la casa y la familia.
“Cuando Marta Lucía fue embajadora en Francia”, contó en otra entrevista su esposo, “los cocteles eran un ladrillazo, me levantaba para ponerme agua en la cara”. Este paso por la llamada carrera diplomática es quizás uno de los que echan más tierra en la narrativa mítica de trabajo arduo y seriedad máxima. Esto, porque las embajadas (sobre todo las europeas), que a inicios del siglo XX fueron incluso entregadas a personajes con tanta plata que no necesitaban ser remunerados, siempre se han adjudicado a dedo y a personajes de la entraña más exclusiva del bipartidismo tradicional.
En alguno de los perfiles se hace énfasis en que Marta Lucía tenía que estudiar hasta tarde en la noche para cumplir con todas sus tareas universitarias (mientras sus compañeros pasaban el tiempo en cafés). Este trasnocho, que se presenta como excepcional, es algo corriente y cotidiano en la vida de tantas mujeres y hombres que se embarcan en estudios universitarios. Muchos, además, teniendo que trabajar para pagar un crédito y, en el caso de las mujeres, con las labores domésticas encima. Más que la capacidad de pasar horas en la consecución de un título, que en realidad es la norma y no la excepción, lo extravagante son los contactos, las conexiones, los nombramientos.
Quizás esta desmitificación del éxito sea necesaria para que altos funcionarios dejen de sentirse especiales por ir a trabajar y se imaginen en un trono moral. En el caso de los hombres es tal vez mucho peor, pues estos a veces no se preocupan por los asuntos más menudos (la comida, la crianza, el lavado de la ropa) que hacen posible la vida en sociedad. Libres sus días de estas cuitas que se comen el tiempo de las mujeres, se dedican a forjarse su camino de triunfo “individual”. Así, en una próxima columna valdría la pena concentrarse en el ascenso solitario y con las uñas de personajes como Gabriel Jaime Vallejo Chujfi, de la alta sociedad risaraldense, a quien le parece que los demás estamos emperezados, o Alejandro Plata Peña, quien, tras una vida de contratos millonarios como consultor, nos dejó saber sobre petulancias y racismos estructurales esta semana que se acaba.