No existe una definición universal, única o coherente de lo que significa ser niño. Todo depende, en muchos sentidos, de lo que los niños hacen cotidianamente según el contexto, pues no hay algo intrínseco que los defina en todas partes y todos los tiempos. La profesora Cindi Katz nos enseña que, como no hay instrucciones para vivir la infancia, durante este periodo pueden crearse e imaginarse mundos y formas de vivir alternativos a través de juegos, diversiones y ensoñaciones. Así, recochas y juegos tienen implicaciones políticas: los niños pueden representar y sospechar rutinas y prioridades distintas a las que trazan las normas dominantes de un mundo adulto. Unas rutinas y significados de la felicidad que no se rijan por el individualismo, por ejemplo.
Niños y niñas participan desde muy temprano en la vida social, política y cultural de una región. Y, más que pequeños apéndices de los adultos, tienen su propia agencia. Obviamente aprenden en sus relaciones con adultos. Pero hay algunas ventanas para la autonomía.
Una anécdota de los años sesenta nos da el ejemplo perfecto. La novela El señor de las moscas (del escritor inglés Golding), que fue incluso llevada al cine, narra la historia de un grupo de estudiantes de colegio que naufragan en una isla deshabitada. Tras poco tiempo se desata entre ellos una cruel batalla de todos contra todos por la supervivencia del más fuerte. En la ficción imaginada por el mentado Golding no hay ninguna empatía y terminan reinando el egoísmo y violencia. Sin embargo, el profesor indio Amitav Ghosh nos cuenta cómo, apenas once años después de la publicación de El señor de las moscas, seis estudiantes de colegio quedaron atrapados en una isla desierta durante quince meses. Lejos de caer en un estado de naturaleza e individualismo (como en la novela), los náufragos colaboraron entre sí, crearon normas y se cuidaron mutuamente. Para el momento de su rescate, explica Ghosh, habían “organizado una pequeña comuna con huerto, troncos huecos para almacenar agua de lluvia, un gimnasio con curiosas pesas, una cancha de bádminton, corrales para gallinas y un fuego permanente, todo hecho con trabajos manuales, una vieja hoja de cuchillo y mucha determinación”.
A través de relaciones y juegos los niños y las niñas pueden construir diferentes formas de ser, actuar, compartir y conocer al otro y a la naturaleza. Pueden entonces cuestionar los sistemas de acumulación y las prácticas de violencia que actualmente nos hacen daño.
Por esto y tantas cosas más es devastador el reclutamiento de niños y niñas que, desde el Cauca, describe el periodista Steven Grattan (para AP). Desde 2016 la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN) ha registrado 915 casos de menores indígenas reclutados, algunos de tan solo nueve años, y advierte que la cifra ha crecido significativamente, con 79 menores reclutados sólo en los primeros seis meses de este 2025. Por su parte, la Defensoría del Pueblo reportó 409 casos de reclutamiento infantil en 2024, aumentando respecto de los 342 de 2023, destacando que más de 300 de estos ocurrieron en Cauca.
Las escuelas, que serían el lugar en que pueden germinar futuros de dignidad y justicia, están sitiadas. Una de las maestras entrevistadas en el reportaje dice que los estudiantes aprenden en una casa rodeada por cultivos de coca controlados por grupos armados, a la que se llega por un camino entre carteles del frente Dagoberto Ramos de las disidencias de las FARC. Aunque la Guardia Indígena ha aumentado la vigilancia alrededor de la escuela para impedir que se reclute a los estudiantes, la Guardia tiene bastones de mando y el frente es uno de los más violentos del Cauca.